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Derechos y esfuerzo

05/07/2021
 Actualizado a 05/07/2021
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Cuando eso que llamamos publicidad institucional condiciona de alguna manera la mayor parte de lo que usted ve, lee o escucha en casi cualquier medio de comunicación, porque de ello depende a veces la supervivencia, en otras la cuenta de resultados, se entiende mejor cómo el concepto de propaganda devora al de información. Pero en eso no le voy a insistir mucho hoy porque además de ser atrevido por mi parte hacerlo desde un periódico he llegado a la conclusión de que intentar batallar con quien no se da cuenta de estas cosas por sí mismo es perder el tiempo.

Dentro del plan de propaganda nacional esta semana el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030, que con este nombre ya se puede usted imaginar, publicó en redes sociales una campaña de concienciación a favor de la igualdad entre los ciudadanos donde se argumenta que en España no existe movilidad social a través de una metáfora en la que asegura que «los niños pobres serán pobres de adultos» tirando por tierra una vez más la cultura del esfuerzo.

La cultura del esfuerzo, del estudio y del trabajo, el hacer méritos para conseguir un objetivo en la vida son sancionados una vez más, mientras se permite aprobar sin estudiar o pasar de curso con asignaturas suspensas, que es más o menos lo mismo que estar toda la vida cobrando paguitas siendo un holgazán de manual. Todo muy socialista y muy comunista, tanto como lo de señalar la desigualdad y ajusticiar al que tiene sin recordar el mérito de tantos y tantos exitosos españoles de origen humilde que a base de esfuerzo llegaron lejos.

Esto ocurría antes y ocurre ahora, con la única diferencia de que antes estaba bien visto esforzarse y además compensaba el resultado, mientras que ahora a nivel académico un alumno vago y tal vez aunque no necesariamente ignorante, va a llevarse el mismo título que el estudiante brillante. Y un señor que se levanta a las cinco de la mañana para trabajar, entre impuestos, retenciones y no sé qué más, al final se queda con 300 o 400 euros, los mismos que cobra el haragán que, sin dar un palo al agua, no tiene mayor preocupación que seguir teniendo al Estado para que lo mantenga.
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