13/07/2020
 Actualizado a 13/07/2020
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Los delirios humanos se acomodan al entorno. Cuando algo se desajusta, el relato que se construye se ambienta directamente en la realidad circundante. Hay diferentes intensidades, pero todos en mayor o menor medida hemos tenido ideas inquietantes emanadas directamente del paisaje que habitamos. Si surgen por las noches, la luz del alba se recibe como el barco que llega a por el náufrago y las doce de la mañana la única pregunta es cómo nos pudimos poner así, qué locuras eran esas, cómo pudimos pensar que esas sombras cobijaban esos fantasmas. Por ejemplo, en la duermevela del verano, se cuela por la rendija de la persiana el ruido de las motos del Seprona inspeccionando el monte y la imaginación trabaja en mil y una desdichas sin ninguna razón. O el susto que nos pegamos al llegar a Moscú en un tren nocturno desde San Petersburgo, sin pegar ojo, con la policía inspeccionando minuciosamente cada mochila, las avenidas cerradas y convoyes de camiones militares dispuestos en los flancos… Era el Día de la Victoria y había desfile, nada más, no había peligros alguno, pero hasta llegar al hotel no las razón no se impuso a los temores y al cansancio.

Situaciones con otros guiones pero con el mismo fondo, recrudecidas por la cuarentena, agobiaron a millones de personas durante esa noche de cincuenta días que fue el confinamiento, donde el paisaje, el que nos es más común, el hogar, cobró vida y se presentó como la niñera perversa o el jardinero turbio de los thrillers de sobremesa. Cada uno le pinta la cara al demonio a su modo.

Por todo esto, entre muchas otras evidentes razones, tiemblo cada vez que llegan esas noticias, cada vez que vez que el monstruo del armario mueve la puerta y amenaza con volver para alimentar las pesadillas. Sabemos que son delirios, que la realidad es que los monstruos los creamos nosotros, pero también sabemos que, a veces, parece que se nos olvida…

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