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De la manita conmigo

02/02/2021
 Actualizado a 02/02/2021
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Sin entrar en el debate, quizás político, entre el ministro de Universidades, rectores y alumnos sobre la posibilidad o conveniencia de realizar exámenes presenciales o virtuales, me viene a la memoria una de las reflexiones que Greg Lukianoff y Jonathan Haidt hacen en ‘La transformación de la mente moderna’ (2017) sobre el comportamiento de algunos universitarios norteamericanos como consecuencia de la hiperprotección de los mayores hacia los jóvenes. Es un fenómeno que llevo años observado, también estas tierras, sobre todo cuando, como en varias ocasiones me ha ocurrido, ha entrado en mi despacho alguien que pretendía un trabajo… de la mano de su madre o su padre.

Y me admiro de cómo estos –sobre todo en tiempos pre-covid– dedicaban cientos de horas a acompañar a sus hijos a los entrenamientos de fútbol, con este frío, y a viajar cuando jugaban fuera de casa. Y, junto a los padres, la imprescindible ayuda del preparador físico, y la del psicólogo, y la del ‘coach’, y la del asesor espiritual. Tanta atención de tantos para evitar frustraciones, estresores, riesgos o pequeñas dosis de dolor me enternece. Y me genera cierta inquietud y pena, la verdad.

Porque, al igual que ocurre con nuestro sistema inmunológico, un milagro de la ingeniería evolutiva, que solo se desarrolla si trabaja, es decir, si lucha contra enfermedades y agresiones, también los más jóvenes tienen derecho a buscar desafíos donde, como nuestros músculos y articulaciones, puedan madurar en movimiento y por sí mismos. Y son suficientemente capaces de ‘sobrevivir’ sin que se lo den todo hecho. Que aprender qué es eso de la frustración, siempre presente, ya de pequeños, es de lo más sano.

Es en la incertidumbre, y más ahora, donde nos hacemos fuertes y construimos nuestra vida. Como recuerda Taleb (‘El cisne negro’, 2007) es un error calcular los riesgos basándonos en nuestra experiencia y olvidando que hay imprevisibles. Decía Coixet –‘Abraza la niebla’– dirigiéndose a las mujeres cineastas que empiezan: «Me esforzaré en apoyaros hasta que llegue un día en que no haga falta». Pero, ¿cuándo debemos soltar la mano y esperar que los demás vuelen sin nuestro control? Porque la seguridad absoluta –abraza la niebla– no es el valor supremo. Porque intentar llenar nuestro propio vacío o nuestra propia insatisfacción volcándonos en el ‘débil’ puede asfixiar su desarrollo.
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