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Daoiz y Velarde

08/08/2021
 Actualizado a 08/08/2021
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Se escribe mucho del dolor que provoca el cierre de un bar (el Local, ay), aunque no tanto sobre el final de otro tipo de establecimientos. Comercios en los que tal vez entraste una vez hace 30 años a por un poco de pasta modelable para hacer una alfarería ‘chustera’, pero cuyo escaparate estaba siempre ahí, de decorado de tus paseos. Muchas veces, ante un negocio longevo, nos asalta la pregunta de cuál será el secreto de su supervivencia. A veces es, sencillamente, el principio que repetía Camilo José Cela: «El que resiste, gana». Otras, una conjunción de suerte que ni siquiera los propietarios son capaces de definir cuando salen en uno de esos reportajes televisivos con periodista tocón.

Pensaba en esto ayer, mientras me recorría entera Daoiz y Velarde. Hubo un tiempo en que sus escaparates pasaban a mi lado sin que les prestase atención. Más tarde empecé a fijarme: la tienda de muebles, la papelería, la academia para oposiciones y recuperaciones. Ayer me detuve más de la cuenta en recorrerla, recordando. Por ejemplo, aquella vez que pusieron un mini golf, que tampoco tuvo mucha vida, pero que ya era un acontecimiento. Nos creíamos que estábamos en Nueva York cuando cogíamos el putter o lo que fuese que nos daban de palo y mirábamos alternativamente a la bola y a un agujero taladrado al final de una cuesta de hormigón.

Pensaba en estas cosas mientras veía los carteles de ‘se alquila’ en los locales, algunos abandonados desde hacía tiempo, otros todavía con rótulos con la reglamentación anti-covid para entrar en ellos. En todos los casos, la misma sensación de que el último en cerrar se había ido de allí de manera apresurada, dejando un póster de la semana santa o un mostrador como testigo de que allí se compró y se vendió, se habló de cosas insignificantes y también se comunicó la muerte de personas queridas. Ahora no hay nada, ya no son ni siquiera un ‘no-lugar’ de esos que definió el antropólogo francés Marc Augé y que la posmodernidad venera. Los miramos sin poder pasar, sin saber si somos cómplices en aquella desaparición, preguntándonos qué habríamos hecho nosotros ante la tesitura de si bajar la puerta metálica o no.

Quieren los tiempos que ante circunstancias así nos pongamos circunspectos y tratemos de sacar una explicación o una hipótesis. Que tracemos teorías micro y macroeconómicas, que busquemos culpables y los señalemos. Algo, por otra parte, normal; somos así. Yo no puedo hacer más que encogerme de hombros y poner en el proyector la película de mi memoria.
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