03/05/2020
 Actualizado a 03/05/2020
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A base de golpes en el pecho y letanías –por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa…– llevamos como poco veinte siglos cargándonos de razones para justificar nuestras visitas al confesor, antes, o al psicólogo, más recientemente. Ese sentimiento de responsabilidad vinculado al daño causado es uno de los principales arbotantes de casi toda religión y, por extensión, de lo que podemos considerar cultura religiosa, de la que nadie está exento. Menos aún en un país como el nuestro, donde hubo cuarenta años, y ahí nos educamos una gran mayoría, en los que el nacionalcatolicismo se encargó de grabarnos a fuego en los adentros esa imputación. Esto explica buena parte de nuestro masoquismo individual, que se resuelve, como he indicado, bien en el confesor, bien en el psicólogo.

Pero la culpa tiene truco, sobre todo en situaciones hostiles, y resulta un comodín muy apropiado precisamente para evadir responsabilidades o atribuírselas al contrario. En materia política en particular es utilísima. Mucho más todavía en tiempos de fatalidad como los presentes, aunque no tenga que ser obligatoriamente sólo en tales circunstancias: el sadismo de algunos individuos no tiene límites. Esa estrategia, conjugada con lo que decíamos más arriba, se muestra idónea al cabo para generar un estado colectivo de acusación, de bilis y de adhesiones gratuitas inquebrantables. Naturalmente, con muertos sobre la mesa, hacia lo que algunos necrófilos suelen llevarnos sin ningún escrúpulo, la culpa se convierte en estigma perpetuo y desinfecta conciencias como la mejor de las lejías.

Un hombre sabio recientemente fallecido, el futbolista Michael Robinson, decía, entre otras muchas de sus jugosas sentencias, que «necesitamos al diferente para culparlo de todo». Lo del diferente es fundamental, sea quien sea, incluso el cha cha cha, porque nos libera de lo nuestro y nos salva de toda sospecha. Incluso nos evita acudir al confesor o al psicólogo. Basta un infundio y todos limpios de polvo y paja.
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