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‘¡Cuídense!’: palabra del año

11/01/2021
 Actualizado a 11/01/2021
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A todas horas se escucha la misma advertencia: «¡Tengan cuidado!» «¡Cuídense!». La pregunta que surge en mi interior, ante tanta insistencia, es inmediata: «¿De quién? ¿Del Covid? ¿De Filomena? ¿De Donald Trump?» Pero nadie dice nada, nadie especifica. Sólo hay un consejo, una urgencia, una exclamación una y mil veces reiterada: «¡Cuídense!» Así terminan las entrevistas televisivas, no importa el tema. Y así terminan nuestras visitas a la tienda o a la farmacia: «¡Cuídense!» Y no hay más concreción porque la realidad es que nos invitan a cuidarnos de todo. Absolutamente de todo.

Es tal el número de amenazas que nos espera ahí fuera que la consigna no es otra que nos cuidemos a toda costa, de una u otra manera, ya sea encerrados o a campo abierto, ya sea en la cercanía o en la distancia, ya sea real o metafóricamente. El mundo está instalado en la amenaza, en el miedo líquido, que dice Bauman. Toda precaución es poca. Y como corresponde a un cuerpo en perpetua alarma, a un cerebro pendiente del incierto y frágil futuro, la ansiedad y el malestar se disparan. «¡Cuídense esa ansiedad! ¡No se estresen demasiado!», dicen ahora: por pedir, que no quede.

Reconozco que la realidad empieza a agobiarnos y se parece un poco a las capas de una cebolla. Creo haber hablado de esto en alguna otra ocasión. Ya sé que se lleva la resiliencia («Resiliencia en la Tierra», se nos exige), todos somos héroes individuales, por supuesto, incluyendo esas frases con un tono literario-espiritual, algo cursis, tan propias de agendas o de estados de ‘whatsapp’: «la solución está dentro de ti», etcétera. Me parece bien: lo primero, confiar en nosotros. Pero como las capas de la cebolla no dejan de aumentar, y a una desgracia se le superpone de inmediato otra, uno se pregunta si mantener el optimismo y el buen rollo, la confianza ciega y esas cosas, merece realmente la pena.

Así que esta sociedad se ha convertido de pronto es un lugar en el que se recomienda a cada instante que nos cuidemos mucho, los unos a los otros, pero, sobre todo, cada uno a sí mismo. Es el indicio claro de una fragilidad latente. Y también el resultado de la poderosa fuerza del miedo. En muchas ocasiones, las instituciones, sorprendidas o desbordadas, apelan al ciudadano y a sus circunstancias: «¡cuídense!», lo que de demuestra que, finalmente, el cuidado es algo individual y personal, aunque no todo el mundo está en condiciones de procurárselo. Muchas personas necesitan, claro es, el cuidado de terceros. Una sociedad protectora, que resista los embates de un tiempo feroz. Ahora más que nunca se mide la resistencia de los materiales de la sociedad en que vivimos, de las estructuras de las que nos hemos dotado.

«¡Cuídense!» es también una apelación a la responsabilidad individual. Parece lógico que, sin el cuidado propio, sin el cumplimiento de las recomendaciones de científicos y especialistas, toda empresa colectiva fracasará. A estas alturas, asumimos la parte de fragilidad que corresponde a la sociedad contemporánea, después de considerarnos poco menos que invencibles, dominadores absolutos de la naturaleza e indestructibles. En apenas unos meses un virus nos ha enseñado que estamos muy equivocados si pensamos que lo tenemos todo absolutamente controlado. En realidad, somos una especie sometida a múltiples peligros, que, por si fuera poco, se ha dedicado durante décadas a poner en peligro a todas las demás, a todo el planeta en su conjunto, y en no pocas ocasiones con el apoyo de líderes irresponsables, incapaces de ver más allá de sus narices, o de la siguiente cita electoral.

El nuevo año nos ha recibido con un aumento de los contagios de la epidemia del coronavirus, al tiempo que la vacunación se dibuja, no sin obstáculos e imprevistos, como una solución a medio plazo. Hay cierta esperanza. Hemos tenido el impacto mediático de los primeros vacunados, muchos de ellos ancianos cargados de resiliencia (hay que usar la palabra-mantra) y sobre todo de experiencia. Ellos levantaron este país, y ahora, en sus últimos años, nos levantan el ánimo. Con esa paciencia infinita que dan las batallas del pasado, afirman ante las cámaras que todo irá bien. Necesitamos gente así.

Un ejemplo evidente de esta sensación interminable de provisionalidad y fragilidad, de este estado de alarma que va más allá de la pandemia, ha sido la reacción mediática al temporal Filomena. Por un lado, ha servido para desatascar un poco los informativos, donde sólo se hablaba de contagios. Por otro, sirve para constatar que cada vez somos más proclives al asombro. Me temo que aún no tenemos interiorizada suficientemente la fuerza de la naturaleza y nuestra dependencia de ella. Nos olvidamos de inmediato, porque todavía creemos que nuestra seguridad y nuestro control son inviolables. Especialmente en los territorios urbanos.

Madrid ha sido la muestra más evidente, omnipresente en las últimas horas en las televisiones. En fin, allí hay más cámaras que en ningún otro lado, ¡es cierto! Ha nevado con gran fuerza en otros muchos lugares, remotos o no, y es fácil ver cómo estamos perdiendo la experiencia de lidiar con los fenómenos de la naturaleza, salvo en esos enclaves donde se comporta a menudo de manera extrema. En esta provincia lo sabemos bien. Me temo, sin embargo, que esta experiencia de lo extremo y de lo sorprendente va a aumentar de manera exponencial. Algunos tendrán que comprender de una vez que no son invencibles ni mucho menos imprescindibles. Ninguno de nosotros lo somos. Les recomiendo ‘Zona a defender’ (Alfaguara), el último ensayo de Manuel Rivas, donde se defiende, precisamente, un nuevo contrato social con la naturaleza. El Manifiesto Mayday. Creo que es otra manera de decir: «¡Cuídense!»

La verdad es que en materia de alarmas y urgencias el comienzo del año no está defraudando. Y por si quedaban dudas, ¡ahí ha estado Donald Trump! En medio de la pandemia (que golpea también Estados Unidos con gran fuerza) y de la desatada Filomena que nos ha recordado que estamos en invierno, llegó el ataque a Capitol Hill. Transmitido en riguroso directo, como corresponde a estos tiempos, el espectáculo fue tan triste como surrealista. La potencia de ese acto indigno, que incluyó violencia y provocó cinco muertos, casi hace colapsar los informativos. Algunos analistas creen que tuvo algo bueno: dejó a Trump descabalgado para siempre. Quizás pueda servir para que nos percatemos de que las democracias no son, ni mucho menos, indestructibles. Nada lo es. Ante semejante muestra de barbarie, sólo se me ocurre un grito: ¡Mayday! Y un consejo: «¡Cuídense!»
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