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Cuidado con la cuscuta

15/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Uno de los males inevitables de la despoblación rural es la proliferación de tierras en barbecho. Parcelas, linares, vegas, lomas, bancales, que tradicionalmente fueron cultivadas y que ahora quedan vacías y a merced de las malas hierbas. Las plantas de la cicuta y el estramonio se ofrecen a los ojos del caminante en todo su esplendor, y si el susodicho no es un experto, puede caer en la tentación de acercarse a ellas, palparlas, acariciarlas, o incluso cortar alguna rama o recoger un fruto que meter en la mochila para mostrarlo, por la tarde, a los amigos, en el bar.

Cada verano, ‘la su Juanita’ la de Pontedo, le contaba a Fulgencio sus encuentros con el obispo de Oviedo que no faltaba a la cita de la recogida de las hierbas aquellas que él decía buenas para el reuma, y que no eran otra cosa que cicuta, con la cual, según los textos antiguos murió envenenado uno de los mayores pensadores de la humanidad. Del estramonio como droga se sabe todo. Se trata de un alucinógeno con un alcaloide que, en determinadas dosis, puede resultar muy peligroso; y que contiene la escopolamina que comparte con la famosa burundanga.

Pero el cronista con la que tiene especial cuidado es con la cuscuta, una planta parásita de la del pimiento, al que roba sus nutrientes frenando su madurez y desarrollo. Se trata de especie de falso amigo, o político de semillero, al que jamás hay que llevar al huerto en el trasplante, dejándolo que se extinga antes que arraigue en algún ayuntamiento, sindicato, o parlamento regional. La cuscuta es una plaga. Una plaga endémica en los campos de los que los ganados se suelen nutrir, como la alfalfa y el trébol; así como en las plantas ornamentales más queridas por las madres en los pueblos: la petunia, la dalia, el crisantemo.

Anda que no teníamos que tener cuidado los niños de los pueblos, cuando nos mandaban «a apañar para los conejos» y, en una mano de la merienda y en la otra un cesto de mimbre y una ‘azoleta’ salíamos en tropel a los caminos. Atropar una mala hierba era llorar. Al menor descuido te caía la burundanga y quedabas castigado a ayudarle al señor maestro a barrer el patio de la escuela y a quedarte sin merendar.

Igual que ahora cuando metes tu voto en la urna y no sabes a quién demonios se lo das, y si irá a parar a los del casoplón, al del Falcon, o a esos que se quieren separar. Señor obispo, que eso es cicuta. ¡Rústica, hija, tú qué sabrás!
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