Cuentos de la 'nueva normalidad': Libros en blanco

Manuel A. Rodríguez es el autor de este relato que formará parte del libro ‘Cuentos de la nueva normalidad’ que aparecerá este otoño publicado por Marciano Sonoro Ediciones

Manuel A. Rodríguez
23/07/2020
 Actualizado a 28/07/2020
| MARIO PAZ
| MARIO PAZ
¡Menos mal que sólo fue un sueño ! Pero era tan real que me ha quedado grabado a fuego más allá de las meninges. En estos días de clausura forzosa el virus infecta todo, hasta los sueños. Al principio piensas que tienes todo el tiempo del mundo para leer y ordenar la biblioteca, pero en esta reclusión la flecha del tiempo no avanza de manera lógica, de manera secuencial hacia el futuro. Se detiene, se curva, avanza a saltos, y a veces, en bucle, retrocede haciendo que los ‘ahora’ no sean nuevos y se conviertan en ‘déjà-vu’. Quizá sea porque el tiempo se expande cuando el espacio se expande y mis 70 metros cuadrados no dan para mucho. Atrapado en estos vaivenes del tiempo, entre lecturas salteadas y en el cuarto o quinto intento de poner algo de orden en mi biblioteca, en un anaquel donde se alinean como un ejército desbaratado los libros más antiguos, observé un polvo negruzco, como si fuera pólvora muy fina. Por supuesto que no era el mismo tipo de polvo pardo que dominaba en el resto de los estantes lo que me extrañó sobremanera. Intrigado cogí algunos libros y uno a uno los hojeé pero no vi nada raro en ellos. Me tranquilizó descartar que algún bichejo estuviera estropeando los libros. Pasé un paño y desapareció la suciedad. Quedó en mis manos un antiguo ‘Decamerón’. Estrechando el canto entre los dedos índice y pulgar recorrí las páginas creando el sonoro abanico que forman las hojas de papel de hilo al protestar cuando se les saca de su letargo. El efímero abanico dejó suspendidas en el aire centenares de partículas de polvo, pero no eran negras. Me quedé enfrascado releyendo el prólogo de la Primera Jornada, tan a cuento de estos días nefastos y se quedó la biblioteca esperando otra tentativa de orden.

Habían pasado unos días, volví a la tarea de colocar los libros y perplejo observé que otra vez estaba aquella basurilla negra al pie de los volúmenes antiguos. Cogí una pizca entre los dedos y se me quedaron las yemas impregnadas de un negro intenso. Me lavé las manos para escudriñar los libros pero el rebelde negro no se fue. Nuevamente hojeé algunos de los vetustos tomos y no vi nada de donde pudiera proceder aquella especie de hollín. Si no provenía de los libros tenía que venir de la madera de la estantería pero estaba intacta y después de pasarle un trapo quedó tan reluciente como el primer día.

Miré por otras baldas donde hay libros modernos y también estaba allí el misterioso polvillo negro. Cogí un título al azar, o guiado por los caprichos del sueño, que resultó ser ‘La Peste’ pero ¡oh!, neblinas oníricas, no en la popular edición de Gallimard del 47 que poseo, sino en la exquisita edición del mismo año en papel japón imperial. Al cogerlo saltaron diminutas chispillas oscuras que al trasluz bailaban ingrávidas. Ansioso abrí el libro por una página cualquiera y quedé estupefacto al comprobar que faltaban letras en párrafos enteros. Eso no era error de imprenta, literalmente faltaban caracteres de las palabras y en su lugar quedaban espacios en blanco. Repasé más páginas y en todas encontré huecos donde antes había letras. Iba cogiendo libros aquí y allá y todos presentaban las palabras desdentadas. No daba crédito a lo que veía. Me miré las manos y vi los dedos ennegrecidos. Me sentí como el monje bibliotecario de ojos glaucos de Umberto Eco con los dedos tintados de veneno. Instintivamente me llevé las manos a la nariz, me olían a tinta reseca. Como un fogonazo se me presentó clara la imagen: ¡¡tinta!! ¡¡El polvo negro era tinta reseca!!
Aún envuelto en la pesadilla era consciente de que mis libros estaban desapareciendo, es decir, las letras de mis libros; el papel y la encuadernación estaban intactas. ¿Qué mal aquejaba a mis libros? Aquello era absurdo, ¿por qué se convertían en polvo las letras? Era tan absurdo como consultar el ‘Tratado de conservación de bibliotecas y archivos’ de Kraemer, pero a él me dirigí angustiado esperando encontrar como responsable del desastre a un hongo o algún tipo de tinta especialmente inestable o cualquier cosa razonable que explicara el sinsentido. También estaba afectado, faltaban tipos incluso en el título. Aún así localicé el apartado dedicado a las tintas que leí con alguna dificultad pero no hallé nada que pudiera explicar lo inexplicable. Se me ocurrió una idea descabellada pero como todo estaba siendo disparatado podía probar con esa idea. ¿Y si dependía del tipo de letra? Arrebatado exploré algunos tomos sólo para comprobar que toda tipografía estaba afectada: Garamond, Arial, Helvética… hasta la Gótica del ‘Decamerón’ estaba atacada pero de manera especialmente virulenta: ahora faltaban palabras enteras.

Algo invisible estaba atacando a mis libros mutilando las palabras y yo estaba perdiendo un tiempo precioso intentando racionalizar una situación incomprensible mientras los libros se iban contagiando unos a otros. Cogí una brazada de volúmenes que aparentemente no presentaban la ceniza oscura y me fui al garaje donde tengo otra parte de la biblioteca. Descorazonado comprobé que el daño también había llegado a las catacumbas. Allí había libros que habían perdido párrafos enteros. Anonadado, en estado de pánico, y aislado en confinamiento no sabía qué hacer. No me atrevía a llamar a mis amigos, pensarían que les estaba tomando el pelo. Pero al comprobar cómo iban desapareciendo frases, párrafos y hasta páginas enteras de los libros decidí llamarles con la esperanza de que a ellos les pasara lo mismo pues así corroboraría que no estaba enloqueciendo.

Llamé primero a mi editor malabia y como me esperaba se lo tomó a broma, pero como insistí me dijo que había cogido un libro cualquiera y que no encontraba nada raro salvo alguna falta de ortografía. Seguro que era un folleto de los que edita él mismo. Después llamé a Tinofc que amplificada su voz cazallosa por el auricular, escéptico, me decía que ya le gustaría fumar lo que fumaba yo. Cuando llamé a Gromov me dijo que lo único que echaba en falta de un libro de no sé que autor ruso era el prólogo pero que era normal porque la que tenía era una edición barata y el editor lo había suprimido. Visto que no me hacían caso llamé al librero Leo, amablemente me dijo que los libros de su casa estaban bien, insistí pero no le convencí para que se saltara el confinamiento y fuera hasta su librería. Me acordé entonces de un libro que le había prestado a Bombita. Le llamé dos o tres veces pero comunicaba. Al poco me llamó él diciéndome que ya le había advertido malabia y que su biblioteca tauromáquica estaba intacta. Le dije que por favor mirase el libro que le había prestado hacía unas semanas, me dijo que ya lo había hecho pero que estaba bien. Por la voz supe que no lo había visto, que probablemente lo habría vendido. ¡Pobre del que lo comprara!

Atolondrado miraba con pena mi biblioteca cuando se cayó un libro con lomo de piel roja dejando en el aire una nube negra. Sabía perfectamente cuál era. Se trataba de una edición antigua de Robinson Crusoe. Con rabia y desesperado abrí el libro para comprobar que estaba totalmente en blanco.

¡ M nos  mal q e sol  fu  un sueño
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