Cuentos de la 'nueva normalidad': Apenas pensar

Alberto R. Torices es el autor de este relato que formará parte del libro ‘Cuentos de la nueva normalidad’ que aparecerá este otoño publicado por Marciano Sonoro Ediciones

Alberto R. Torices
27/07/2020
 Actualizado a 28/07/2020
| MARIO PAZ
| MARIO PAZ
Oyó ruidos cuando ya tenía la puerta abierta y un pie en la calle. Sintió una sacudida eléctrica y le pareció que perdía la visión durante unos segundos. Retrocedió muy lentamente y cerró de nuevo la puerta metálica, procurando no hacer ningún ruido. Con la espalda pegada al muro, esperó y fue recuperando la respiración. Advertía el mismo el sigilo, el extremo cuidado al otro lado de la valla, pero pudo reconocer el sonido de los pasos sobre el camino de grava, en la casa contigua. Parecía que su vecino tenía los mismos planes que él mismo y se disponía a salir también esa noche, justamente a esa hora. Permaneció inmóvil, aplastado contra el muro que delimitaba su parcela, mientras Claudio salía a la calle. Lo hacía con toda la precaución, se notaba, pero en el silencio de la noche cualquier pequeño ruido se amplificaba y te delataba. Esperó a que se alejase y se preguntó cuántos vecinos más de la urbanización saldrían esa noche, qué probabilidades habría de cruzarse con alguno y cómo se resolvería la situación, si sucediese. Era una noche densa y ardiente, sobrecargada de aromas, de pura tensión. No corría ninguna brisa y el canto de los grillos hacía el aire más sólido y oscuro, más agobiante. Resultaba difícil no estallar, no volverse loco, pero se impuso unos minutos de espera, se obligó a calmarse. Pensó en la bien conocida casa que Claudio dejaba desprotegida, en su esposa Helena, que quizá no podría dormir, y en sus dos pequeños hijos, aún demasiado pequeños… Aquella casa, en aquel momento, era un objetivo fácil para cualquier asaltante. Para él mismo, si se lo propusiera. No merecía la pena siquiera intentarlo, por supuesto: si Claudio había salido era porque en casa no quedaba ya nada, al menos nada que interesase dadas las circunstancias. Igual que en su propia casa, claro: la despensa, la nevera, los armarios, todo estaba vacío desde hacía tres días, o más. Ni un mendrugo de pan, ni una triste galleta, absolutamente nada. Si alguien entrase aprovechando su ausencia, se llevaría un buen chasco. Pero el peligro era el mismo, era extremo. Inmóvil aún, pegado al muro en un punto en el que no le cubría la sombra de la madreselva, miró de nuevo hacia la casa de Claudio y Helena, y le pareció advertir un rápido movimiento en una de las ventanas, oscurísima. Probablemente fuese ella, Helena, vigilante tras el cristal, viendo alejarse a su marido y empezando a esperarle, a temer y a rogar para que volviese pronto, pronto o tarde pero que volviese sano y salvo, y que trajese algo, por poco que fuese, que no volviese herido ni con las manos vacías… Porque todos volvían con las manos vacías, alguna vez, y lastimados en mayor o menor medida. Porque algunos nunca volvían. Se preguntó si ella podría verle en ese momento, si Helena le estaría observando en ese instante, inmóvil junto a la puerta de la calle, iluminado por la luz de la luna. Quizá hasta ahora no había reparado en él pero lo haría en cuanto se moviese. Se preguntó también si estaría empuñando algún arma, si estaría dispuesta a utilizarla. Cerró los ojos. Claudio ya se había alejado hacía rato pero él seguía tenso, rígido. Respiró hondo, una y otra vez. Recordó los encuentros, las veladas en las que se reunían las dos familias; las cenas, los aperitivos y barbacoas en una casa o en otra, en el jardín, en el porche; el buen ambiente, comida y bebida siempre en abundancia, la risa, la hospitalidad, los gestos y palabras amables entre buenos vecinos. Las llamadas para pedirse harina o un poco de leche, las herramientas que se prestaban uno a otro, los mutuos favores, la mejor disposición y la generosidad siempre, las cordiales sonrisas. Claudio había sido un vecino ejemplar, atento y respetuoso, lo mismo que Helena, la dulce y alegre Helena, la bella Helena de suaves movimientos y escasas palabras. Alguna vez María se había puesto celosa, con razón… Porque había gestos, porque hubo alguna vez sonrisas y miradas, porque había silencios. Ahora, se preguntaba si aquella mujer encantadora portaría algún arma, si llegaría a usarla contra él.

Se preguntaba si le estaría mirando desde la negra ventana, si estaría incluso adivinando sus pensamientos, la idea que se le había ocurrido, que se le ocurrió ya en el primer instante, en cuanto oyó los ruidos, los pasos al otro lado, la posibilidad que no quería admitir pero que se iba formando, detallando, a medida que pasaban los minutos y permanecía inmóvil, pegado al muro. Porque también las noches se habían vuelto peligrosas, casi tanto como los días; cada vez eran más los que se echaban a la calle de noche, y más temibles a medida que pasaban los días, más armados y hambrientos, más desesperados. Cualquier noche podía producirse el encuentro fatal entre vecinos, entre conciudadanos, y muy fácilmente, en el enfrentamiento inevitable, uno de los dos podía resultar herido, o quedar tendido en el suelo, y no volver a la casa en la que se le esperaba. Noche tras noche aumentaba también el número y la brutalidad de los oportunistas, los que se apostaban a esperar a los que volvían con un botín que muchas veces no valía nada, o casi nada. De noche se corrían menos riesgos, era verdad, aunque él mismo había estado a punto de no volver algunas veces, había escapado de milagro o había salvado su vida a costa de otra… Él mismo se planteaba la opción del oportunismo, se la planteaba en ese instante. No salir, no correr riesgos esa noche, esperar a que regresase Claudio con lo que hubiese conseguido y abordarle. Tendría cuidado, procuraría no hacerle más que el daño imprescindible, era su vecino, el mismo con el que había brindado y compartido mesa tantas veces, y herramientas, favores, incluso llegaban a confiarse en ocasiones el cuidado de sus hijos, hasta ese extremo habían sido buenos vecinos, generosos y dignos de toda confianza. Pero hacía tiempo que ya no se pedían ni se decían nada. Y ahora en la noche se planteaba sorprenderle, golpear exactamente y con la mínima intensidad precisa, nada del todo grave, lo justo para dejarle inconsciente y robarle lo robado, y dejar sin comida a sus pequeños pero salvar a los suyos, que también pasaban hambre y le esperaban desesperados, desvelados, armados… Cerró los ojos, se preguntó si sería capaz, como lo sería Helena. Era una pregunta vana porque todo el mundo era capaz, lo estaba siendo.

Todo el mundo estaba haciendo lo inconcebible, lo inimaginable. Él mismo lo había hecho, más de una vez. Claudio era más fuerte que él, más corpulento, pero también más viejo, más lento y torpe, aunque quizá no mucho más. Debería estar preparado y actuar rápido, sorprenderle. Clavó los ojos en la negra ventana y le suplicó a Helena que no estuviera allí, que no viera ni hiciera nada. También él se estaba muriendo de hambre, de tristeza y de vergüenza de sí mismo, y pensaba cosas horribles, pensaba en ella y en sus pequeños, en cosas que no se podían decir ni apenas pensar. Seguía preguntándose si lo haría, si sería capaz, cuando Claudio regresó, sigiloso, pegado al borde de la acera, sumido en la sombra y cargado con una bolsa, no muy grande. Se preguntó si merecería la pena, si tendría valor o lo que fuera que hiciera falta para hacer algo así, pero para entonces ya se había movido, ya estaba esperándole en el hueco propicio, de espaldas a la negra ventana y con el brazo alzado, listo para descargar. Se preguntaba si acertaría en la intensidad del golpe, si acertaría en todo lo demás; si volvería a perder la visión y aturdirse, si él o ella o algún otro oportunista se le adelantaría, si Helena o María se quedarían solas esa noche, y todas las noches, y qué hijos serían los que comerían, los que sobrevivirían un día más. Pero tenía que concentrarse, dejar de pensar, de atormentarse, tenía que hacerlo y hacerlo bien, ya estaba cerca, muy cerca, ya lo tenía allí mismo.
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