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Cuarenta años después

01/03/2021
 Actualizado a 01/03/2021
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Ha pasado como una sombra huidiza el recuerdo de aquel golpe de estado. Cuarenta años. El calendario me trae memorias deshilachadas de días aún juveniles, pero ya universitarios, con el relato de José María García, que transmitía con vértigo, el mismo que aplicaba al deporte, aquel grave asunto. Estábamos sobre las largas bancadas, recién estrenadas, de la universidad, mientras el mundo corría el peligro de volver a hundirse a nuestro alrededor.

Veníamos del tardofranquismo, de los años pardos y la pobreza infinita. Los que crecimos en el rural aguantamos el envite, en una infancia ignorante del dictador, o poco menos, con las televisiones aún muy incipientes. La primera, en el teleclub. Ponían ‘La casa del reloj’. Nos parecía que el mundo era hermoso porque el camino hacia la escuela estaba sembrado de tomillos y flores amarillas. Un lagarto me contemplaba casi a diario, sin inmutarse, desde una roca roja. Qué curioso que aquello nos pareciera el paraíso.

El golpe se solventó, pero nos tuvo pendientes de los transistores. Sin la tecnología actual, con medios más rudimentarios, la sensación de peligro corrió, sin embargo, como la pólvora. Pero como aún éramos alumnos muy jóvenes creo que nos fuimos a jugar unos futbolines. Luego, eso sí, vimos aquellas imágenes de los que no se sentaron ni se parapetaron tras los escaños (era comprensible, desde luego), y de cómo Gutiérrez Mellado fue zarandeado por los golpistas, y en este plan. Los disparos que sonaron, («sesientencoñio», esa frase), y cómo quedó su huella en el techo, recuerdo de la barbarie y de que nada es, en absoluto, para siempre.

Los periódicos anunciaron que Barriopedro y Manuel de León habían sacado los rollos de las fotografías en los calzoncillos. Así se salvó la memoria. Y también gracias a los que, con artimañas de periodistas experimentados, dejaron las cámaras de televisión conectadas, como si tal cosa. Pocas veces se hizo mayor servicio a la historia. Ahora, revistada la escena valleinclanesca, vuelto a ver el esperpento, mil veces visto (pero sin perder por eso un ápice de su infinita ranciedad), nos preguntamos qué hubiera sido de nosotros si todo se hubiera torcido aquel día de febrero.

Y quizás no nos lo preguntamos entonces. Éramos una democracia joven, veníamos de la gloriosa Transición, que decía Umbral, y seguramente otros, y nos parecía que no era fácil atreverse con ella. Lo era, sin embargo. Lo fue. Cuarenta años después contemplamos la escena, triste y más propia de sainete, la escena atroz que nos debería reforzar en los valores democráticos, en la necesidad de la moderación y el entendimiento, y, sin embargo, tenemos un país afectado de graves discrepancias, de dolorosas refriegas, de tensiones cotidianas.

Siempre he creído, porque lo viví, como tantos otros lo vivieron, que despreciar lo logrado es un error. Más en un país como este, sometido tantas veces a lo largo de la historia a los impredecibles oleajes del poder, a las tormentas políticas más indomables. Por supuesto que nada es perfecto. Por supuesto que una democracia, casi por definición, no es una arquitectura perfecta, ni probablemente necesite serlo. No hace falta recordar ahora algunas definiciones de democracia a cargo de algunos líderes de la historia. La cuestión es cuánto nos trajo de estabilidad, también de normalidad y de progreso. Después de haber nadado en la más absoluta oscuridad durante décadas. Después de tanta tiniebla.

Las democracias son cuerpos delicados, frágiles en apariencia, pues se basan en la confianza y la apertura, no en el escrutinio, ni en los dogmas, ni en el establecimiento de supuestas verdades absolutas. Y, de pronto, vivimos tiempos elementales, pueriles, maniqueos y dogmáticos. Se extiende la sombra de un grave empobrecimiento intelectual, un destrozo importante en la convivencia. La desafección política tiene que ver no sólo con la pérdida de confianza, sino con la pérdida de la alegría.

La simplificación del presente es el síntoma de una grave derrota. Las democracias sólo tienen sentido desde la complejidad, nunca desde el dogmatismo, desde la visión unívoca y doctrinaria, desde las estrecheces del neoautoritarismo, desde la cortedad del neopuritanismo. Las democracias parecen frágiles, pues han de atender todas las opiniones, combarse como juncos cuando es necesario: no hay éxito posible sin flexibilidad. Pero, al tiempo, precisamente por esa capacidad de doblarse ante los vientos feroces sin romperse, las democracias son también extraordinariamente resistentes.

Un día después de que, en el acto que recordaba el golpe contra la democracia española, el rey elogiara el papel de su padre en aquellos días, llamo a José Antonio Zarzalejos. El veterano periodista acaba de publicar un libro, en Planeta, sobre la monarquía contemporánea, sobre Felipe VI. La ha titulado ‘Un rey en la adversidad’.

Me dice que, más allá de lo que uno sea, republicano o monárquico, a este rey le ha tocado vivir «un momento confundido de nuestra historia». Ha llegado al trono en una coyuntura de progresiva dificultad, que se ve cada día. Le parece que no tiene nada que ver con su padre, que es, me dice, quizás «demasiado perfecto», pero que se encuentra en una «situación difícilmente manejable». Atisba que, dadas las circunstancias, le acompaña una sombra de fatalidad, porque la herencia, casi «de raíz freudiana», y con un cierto aire a tragedia de Shakespeare, es el mayor problema al que se enfrenta.

Me cuenta que no pudo hablar con el rey para escribir el libro, pero dice que lo entiende, porque quizás se le ha aconsejado absoluta discreción. Ha hablado, asegura, con muchísima gente próxima, conocedora de todos los asuntos, y ha concluido que, en efecto, el rey se mueve en un instante de adversidad, en una relativa soledad. Le parece que se trata de alguien que rompe con la tradición de monarcas goyescos y mayormente castizos que este país ha tenido en no pocos momentos de su historia, pero se queja de una falta «de corte limpio» en la sucesión.

«Es un rey sin tregua», y asegura que la abdicación de 2014, que él mismo anunció como periodista, «no cubrió todas las expectativas». «La invisibilidad del rey emérito debió ser desde su abdicación uno de los objetivos estratégicos», viene a decir Zarzalejos. Cree que no se prevé la vuelta del rey y que la situación es inédita. Pero no quiere ejercer de visionario. Le parece, eso sí, que la política será más compleja para él de lo que fue con su padre: «no tendrá Felipe VI esa asistencia socialista que tuvo Juan Carlos», me dice, «pero su relación con el presidente es buena y fluida».
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