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Continuamos para bingo

10/12/2017
 Actualizado a 15/09/2019
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La mala fortuna se instaló en mi memoria cuando divisé a lo lejos la presencia del uniformado. De sobra sabía yo que aquel brazo en alto del municipal no reclamaba mi saludo, sino cualquier otra inconveniencia, tal vez algún informe documental del que dudaba yo pudiese encontrar en vete a saber qué carpeta del vehículo de mi hijo. Solicitó mi carnet y mi permiso de conducir, pero cuando exigió más documentos me puse a rebuscar en los papeles de la guantera del coche, sin saber lo que reclamaba: el permiso de circulación, dijo. Allí no había ni permiso, ni nada que pudiera referirse a la circulación, ante lo que no tuve más remedio que abrir los brazos en cruz: crucifíqueme, dije para mis adentros, abriéndolos sin objeción alguna. El permiso de circulación es, como su título indica (argumentó con labia altanera el agente), documento imprescindible para circular con el coche y para poder pasar la ITV a la que, por cierto, tiene que acudir antes de una semana; y como yo percibía la inutilidad de mis razonamientos ante la campechanía del municipal, firmé el papel que me proponía buscar la solución del contratiempo en un par de días.

El permiso de circulación no apareció en ninguno de los cajones de la casa, ni, por supuesto, me atreví a rebuscar en la centena de libros donde, alguna vez, dejé al descuido cualquier otro documento. El nuevo permiso de circulación que reclamé exigía, según me dijeron en las oficinas municipales pertinentes, el ingreso de 20,45 euros en un banco lejano, no acierto ahora a descifrar si Caixa Bank o Mercedes Benz; tampoco si mi cadera maltrecha estaría dispuesta a soportar, en aquel momento, mi dolencia, aparcado como había dejado mi coche en la zona azul cercana a la entrada de la susodicha Jefatura de Tráfico, tan seguro estaba de no encontrar aparcamiento donde poder aprovechar mi tiempo azul junto al Banco o la Caixa (que alguien me imagine renqueante, a esas horas cruciales, caminando doscientos metros hasta llegar a mi cobrador destino). Así que me deslicé, pati pati, hasta el banco benefactor, ante cuya diligente asalariada, tras media hora de espera, deposité mi deuda y regresé, pati pati, maldita cadera, hasta la zona azul donde permanecía mi coche.

De vuelta, por la destartalada acera, me preguntaba si no resultaría más sencillo para los de Tráfico y para Caixabank o Ausias March (mira por dónde me sale ahora el poeta medieval para la rima asonante) y, por supuesto, para el denunciado depositar en esa misma Jefatura de Tráfico la puta deuda. Pero allí estaba, sí señor, apresada en el limpiaparabrisas una nueva multa (a ver, a ver…): cien euros me costaba la broma. Y el caso es que ni aquí ni allá advertía yo la presencia de los denunciantes, aunque qué importaba ya si en el papel figuraba el apunte donde se reconocía, maledicente, el exceso de tiempo permitido y la matrícula del coche de mi hijo. Por supuesto, al cabo de los días hube de soportar su consabida respuesta en el WhatsApp, desde Madrid: «Padre, me llega una nueva multa de cien euros: continuamos para bingo. Te quiero. Nos vemos uno de estos días».

Hoy la mañana es desapacible y parece que va a nevar en León, adonde llegué para ver a la familia. Como puede imaginar el perspicaz lector de esta columna de La Nueva Crónica (y con mayor razón si conoce a su autor) el final de la historia no está escrito todavía. Miedo me da descubrir, a la vuelta de las Navidades, nuevos requerimientos de las Jefaturas de Tráfico de León, de Zamora, de Salamanca, de Cáceres o de Badajoz en cualquiera de los mil kilómetros que completan su ida y su vuelta.

Me llama mi amigo Yuma, desde el Bierzo, para confirmar que llegará a visitarme a Badajoz uno de estos días, tal como prometió, pero le digo que sigo en León y que, de momento, el coche de mi hijo no está para más trotes, y que sólo saldrá del aparcamiento de la calle Demetrio Monteserín, en el Crucero, cuando Puygdemont se corte la melena.
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