Cinco figuras anónimas o la verja de la Catedral

Por Javier Carrasco

15/01/2020
 Actualizado a 15/01/2020
Las figuras anónimas de la verja de la Catedral. | MAURICIO PEÑA
Las figuras anónimas de la verja de la Catedral. | MAURICIO PEÑA
Apenas ninguna referencia sobre ellas, sobre esas figuras anónimas de piedra representando a unos niños, tal vez ángeles, aunque nada les define como tales, que adornan cinco de las treinta y cuatro columnas entre las que discurre la verja exterior de la Catedral, sobrio trabajo de herrería con una antigüedad de más de ochenta años, realizada coincidiendo con la restauración llevada a cabo por Juan Crisóstomo Torbado. Tres de ellos en el tramo de la fachada, uno en la cara norte y otro frente al seminario. Semidesnudos, todos tienen una rodilla apoyada en la columna que les sustenta, menos el de la fachada meridional que se sostiene sentado y al que el paso del tiempo ha borrado el rostro. Vuelven la cabeza en distintas direcciones, suspendida su pose en un tiempo detenido, ajenos a la mirada sorprendida de los que posamos la vista en ellos, como si una tarea desconocida les absorbiera y de la que no pudieran dar cuenta. El que parece sentado ofrece una mitra, otro sostiene un plano que podría corresponder al de la Catedral, un tercero un cuadro que representa un caballo, un cuarto una guirnalda y el de la fachada norte muestra un escudo donde se ve un jarrón con unas flores, emblema del Cabildo.

Esculturas anónimas de factura neoclásica, maltratadas por el tiempo, que no parecen contar para las guías sobre la Catedral. Nada sobre ellas. Ni cuándo fueron hechas ni por quién, ni lo que representan. Su realización correspondería al primer levantamiento de una verja en torno de la Catedral en 1794, obra encomendada al arquitecto leonés Fernando Sánchez Pertejo. Su cometido, como el de los jarrones, florones y esferas que rematan otras columnas, es el de adornar y resaltar la labor de la verja, darle una dimensión distinta, corregir en lo posible su escueta función de barrera entre dos espacios, el urbano y el que concierne a un recinto sagrado destinado al culto.

A medio camino entre el cuerpo de unos gozosos infantes y el de unas criaturas angelicales –dos estratégicamente situados en los extremos de la parte que corresponde a la fachada–, se ofrecen a la contemplación o a una mirada superficial, con su cándida desnudez, envueltos en un aire informal, en una actitud desinhibida propia de alguien que muestra un ánimo de vital celebración, según el gusto y la tradición barroca, en lugar de ese otro de recogimiento de las figuras de los atrios con sus serios ropajes y con su aire circunspecto, indicándonos que su cometido es más trascendente que el las figuras de la verja. Mientras unas nos recuerdan que vamos a traspasar, al cruzar ante ellos, la barrera entre un mundo de preocupaciones mundanas y otro de ansias y congojas espirituales, las figuras suspendidas sobre las columnas relativizan ese mensaje trascendente. Allí, en esa tierra de nadie que supone la verja, donde aún nada está del todo definido, lo sagrado y lo profano se confunden y entablan un diálogo por medio de esas cinco esculturas sin memoria.
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