'Chelidonium maius', por Marta Prieto Sarro

La docente y escritora, además de autora de ‘Leoneses en la Historia’, regresa este lunes al serial de La Nueva Crónica ‘El Decaleón’

Marta Prieto Sarro
18/05/2020
 Actualizado a 20/05/2020
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[Accede a la sección completa de relatos publicados en El Decaleón de La Nueva Crónica]

La niña tiene una verruga en la rodilla. Es una verruga pequeña pero fastidiosa y persistente a pesar del ácido salicílico y del nitrato de plata que su madre le aplica metódicamente. No le gusta que la gente se fije en ella (preguntando siempre lo mismo: ¿le habéis puesto algo a esta niña en la rodilla?), asomando por encima de sus calcetines altos y por debajo de su corta falda escocesa de cuadros azules y verdes.

– No es tan pequeña, mamá. Tía Julia siempre, siempre, me recuerda que la tengo.
– Cosas de tu tía. Cualquier día de estos desaparecerá.
–¿Por qué tía Julia es tía mía, mamá?

Avanza la primavera. Hace ya calor cuando una tarde, a la salida del colegio, los niños se demoran frente a San Isidoro. Saltan en la muralla y juegan  sobre las cadenas que delimitan el recinto. Después echan a correr cuesta abajo buscando llegar pronto a la Inmaculada. La niña tropieza y cae al suelo magullándose manos y rodillas por igual.
La madre limpia las heridas  y calma el llanto de la niña con un abrazo y una caricia sobre su  pelo oscuro y liso.

– No es nada. Apenas unos rasponazos.  ¡Y ya no hay verruga!

En donde antes estaba la fea excrecencia hay ahora una herida coloreada de rojo.

Cuando el curso se acaba, la rodilla de la niña tiene un corrillo de pequeñas verrugas que le recuerdan el dolor de la caída y la risa de Alberto llamándole patosa (no sabe aún cuánto puede doler el orgullo).

—Esas verrugas se quitan con celedonia—sentencia una mujer del pueblo donde la familia veranea—.

Desde entonces, la niña va a cortar todas las mañanas unos tallos de celedonia para untarse la rodilla con el líquido anaranjado que segrega. Distingue bien la planta, aunque casi todos los días se ortiga en la tarea. La celedonia brota entre ortigas junto a la tapia de la fragua, ya en desuso, de Pepe. Algunos días, si no se ha ortigado, la niña empuja la puerta entornada de la fragua. Le gusta el olor que allí está aprisionado (muchos años después sabrá que ese es el olor de la herrumbre). Los estantes desvencijados con polvorientas cajas de cartón con clavos o arandelas. Las herraduras con las que ha visto calzar al ganado en el potro, junto a la casa de Amelia. Las limas, tenazas y martillos colocados por tamaños sobre un gran tablero. El yunque. Las calabazas de madera de las ruedas de los carros que nunca llegaron a acabarse y quedaron apiladas en una esquina. Las telarañas de las ventanas. El suelo de tierra.

Avanza el verano y la rodilla de la niña va adquiriendo un feo color negruzco.

– Así es como se curan las verrugas. Se vuelven negras y se caen – afirma con seguridad la  mujer que lo sabe todo sobre verrugas–.

Cuando empieza de nuevo el colegio, han desaparecido las verrugas. Conservará una cicatriz casi imperceptible para los demás pero que ella sabe dónde está. Muchos años después, cada vez que se toque la rodilla, recordará el olor de la herrumbre y aquella fragua, rodeada de ortigas y celedonia, que nunca ha podido olvidar.
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