07/11/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Andaba discurriendo sobre qué escribir esta semana, con qué llenar este espacio breve pero intenso que me conceden. Algo que fuera de interés para mí, y, por ese mismo motivo, para alguno de ustedes; cuando, de súbito, me doy cuenta de que, burla burlando, llego a la entrega número cien. Numero, sí, estas columnillas, no vaya a ser que repita, pierda la cuenta o me descoloque: la matemática (a veces) es la única certeza. Y en esas cuitas de cifra redonda surge, una vez más, y si cabe con más fuerza, la terca cuestión, la pregunta interior que anima todo texto, todo afán por poner en orden letrado (con esa matemática del pensamiento) cuanto uno lleva dentro, o al menos una pequeña parte más trabajadamente alumbrada, a disposición del otro, y es: ¿sirve de algo? ¿Cambia algo el hecho de escribir? Al menos para mí tengo que sí lo hace, pues me permite ordenar ideas y mediante su discurrir, que no su discusión (el otro procedimiento para ello), consigo darles forma y una función que, tal vez, solo a mí me funcione. Pero, ¿a alguien más funciona? Porque si no es así, podría escribir sin hacer público el resultado, y aunque ello requeriría una disciplina que tal vez no tenga y sé que conduce al enmudecimiento, al menos no tendría que administrar la duda, la universal sensación de orfandad y desasosiego que emana del eco silencioso que antecede a toda escritura y la sucede sin más, apenas conmovido entre mientras por la rara cadencia del teclado o el bisbiseo del papel. Tarea social, pero solitaria, sin aplausos (ni abucheos), al cabo ya no interesa tanto si te leen o no, si gusta o no, si lo que aquí se dice tiene o no un objeto, un fin, un sentido. La pregunta, al final, acaba por ser otra: ¿es posible la comunicación? Son ya cien páginas, cien monsergas resueltas de un plumazo baldío y pretencioso quizás, por su brevedad y atrevimiento. Cien semanas, un par de años, unas treinta y cinco mil palabras, doscientos mil caracteres más o menos. Palabrería.
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