Catoute

Derramado a nuestros pies, un extenso cuan bucólico campo...

Casimiro Martinferre
25/01/2015
 Actualizado a 17/09/2019
Cogimos el buga y una carretera sin rectas, que imitaba las sinuosidades de un plateado cordón umbilical. A las seis de la tarde, iniciamos andadura hacia una cabaña a medio camino entre el extravío y la alucinación.

Gundín acaba de darle esquinazo a la parca. Pareciéndole menguada broma mellarle la guadaña, durante la enfermedad creció. Lo veo más alto, más nervudo si cabe, todo correa. Le noto un ansia de exprimir el presente, quizás un temor, una huida hacia adelante. Conseguí embarcarlo, un poco a la fuerza, en este lance de explorar los roquedos de las Torres. En el fondo nunca ha confiado en mí, un lunático que prefiere reconocer las montañas a solas, lo mismo que yo abomino de las romerías que organiza, para guiar cientos de turistas a parajes de una pureza tal que debería estar prohibida la mera presencia humana.

Las Torres de Vizbueno muestran mansedumbre casi por toda la brújula. Sin embargo tienen gracia en la vertiginosa cara este, donde vamos a meternos. La cabaña del Corral de las Yeguas, a sus pies, demuestra la perfección de la sencillez, da idea de lo poco que necesita el hombre para subsistir. Apenas seis metros cuadrados. Extendemos las colchonetas y los sacos en el sobrado. Un buen fuego en la chimenea. Crepitan las llamas, enajenan, te sumen en estadios muy lejanos de ti mismo. Afuera, en el frío, una calma absoluta. El diminuto refugio por fin se acoge al ala cerrada de la noche.

La velada transcurre a la medialuz de las candelas. Los rigores del exterior merecen respuesta contundente, así que preparo media docena de huevos fritos al chorizo picante sobre un lecho de panceta más guindilla. Sorprendentemente el invitado los rechazó, con un gesto como el de Drácula ante la cruz, arguyendo dieta y fiambrera de croquetas a cero colesterol. Entreveo un aburguesamiento en sus maneras. Cierto que el método del cocinero, higiénicamente hablando, dejó bastantes pegas, el menaje de los ganaderos llevaba siglos sin usar. No obstante reivindico la mejor defensa de un menú: en vez de morir, engordé. Eso sí, una sobremesa modélica. Café de puchero. La galleta María en este ambiente bravío, diríase teta de sor Catalina. Y en cuanto al orujo, debido a la falta de presión atmosférica, provocó en el personal efectos contrarios; al parlanchín le frenó la lengua, al mudo se la desató. Mientras yo contaba mentiras en un balbuceante idioma, vi partir al espíritu del amigo, ensimismado en pesares a juzgar por las arrugas de la frente, como soportando en el alma una carga insufrible, una deuda pendiente, algo por resolver. Volvió, y en un momento de inspiración retardó la digital. Mediante un fogonazo quedamos fichados.

Bastante intranquilo, el maestro cede paso, tengo dispensa para subir por donde quiera. Nos plantamos en la base de una trepada de seiscientos metros, fácil, aérea. El optimismo florece por momentos. La caída a plomo es considerable, hundido muy abajo el cuadradito de la cabaña. Toma el relevo, pletórico abre ruta, le veo feliz, le ha cambiado el semblante, era cierto su reparo inicial. Me controla por el rabillo del ojo, como de costumbre voy dolido de hipocondría. Barajo si padeceré invalidez larvada, síndrome, degeneración genética, aneurisma. Además, los empedernidos hábitos de solitario entorpecen la marcha. Paro continuamente a otear la curvatura del planeta, admirar el revoloteo de las bellísimas apolo, beber un trago de agua con aspirinas, tirar fotos, garrapatear apuntes. Ya sólo cuenta la virginidad del aire, la nitidez de contornos, el rudo tacto del pedernal. La hermosa bandera verde y azul de los campos de arándanos cuajados de frutillas. Un rebaño de rebecos surcando la pedriza. Eloy sigue impasible, vital, pero a medio espolón retrocede. Sin cuerda de seguridad sería descabellado. Hemos de rendirnos a la evidencia, se nos está apolillando el fuelle. Optamos por la colladina entre la primera y la segunda torre. En la cumbre, un abrazo. Estuvimos sentados largo rato, perplejos frente al Catoute. La pirámide de cuarzo ondeaba mayestática sobre un tul de calina, intemporal, antítesis de lo humano fugitivo.

Derramado a nuestros pies, un extenso cuan bucólico campo. Cuentan de una terrible batalla, en el nombre de Dios y en el de Alá. Vencieron los cristianos, mataron más prójimos merced a una asistencia de Santiago Zebedeo, pacífico pescador armado de sandalias que pasaba por allí. En conmemoración le erigieron una ermita, donde todavía blande espada a lomos de caballo blanco (entre las patas, la cabeza monda de un moro). Las piadosas gentes de estos contornos, y aún las de un país entero, siguen venerándole, y lo que pudiera ser un anacronismo y un sinsentido, pasmosamente resulta actual y continúa vertiendo sangre.

Bajo los cimientos de la ermita brota una fuente, a las veces muy milagrosa, do bebe una vieja. Llenamos de agua bendita las cantimploras, la cual ocurrencia pone en duda el amigo con una mirada atea. Tuve la tentación de preguntarle si en los momentos más rastreros de la enfermedad suplicó clemencia divina. No me atreví. Lástima, hubiera podido obtener prueba de la fragilidad del hombre frente al sufrimiento, más enérgico que ninguna de las mayores convicciones.

Terminamos en el bar de Samuel, trasvasando cerveza. En la panza hialina de la jarra, fue perlándose el reflejo de un pueblecito que semejaba el ombligo de las montañas, fue perlándose el reflejo de Gundín, de la misma forma que el tiempo perla la memoria con pequeñas esferas de silencio.

Colinas del Campo,agosto de 2011


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