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Catedrales sin gárgolas

18/04/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Se ha incendiado Notre Dame y se nos ha quemado a todos un poco de historia. Hay monumentos universales, que no tienen banderas o las tienen todas entre sus arbotantes testigos de los siglos, aunque sean los franceses los que canten ante el gótico en llamas un ‘Miserere’ de urgencia en Lunes Santo. Con el mismo recogimiento, con el mismo dolor, con el mismo peso histórico en sus voces que el Coro de la Hermandad del Cristo Yacente en la Plaza de Viriato de Zamora en la madrugada de cada Viernes Santo. Humeaba la catedral de París y se desmoronaba incandescente el pináculo engullido por el infierno en sagrado. Caía con esa fragilidad de lo trascendente.

Se ha incendiado Notre Dame y hemos girado la mirada a nuestras catedrales, a nuestras damas de piedra que rasgan el cielo de las ciudades como vigías perpetuos de la herencia recibida que debemos legar a los siguientes. Que estos días ven pasar nazarenos, dolorosas y crucificados ante una multitud ansiosa de tradición. De repente tan vulnerables, de pronto tan delicadas. Su belleza pétrea y eterna se ha revelado una tarde de primavera tan terrenal y efímera como el resto de las bellezas. Expertos como somos en los debates en caliente (y qué mejor que el resplandor de las llamas) se está apagando la preocupación con anuncios de nuevos protocolos de seguridad para nuestro patrimonio, de revisión de instalaciones eléctricas y de los planes de urgencias. Y escuchando a los políticos (sin olvidarnos que siguen en campaña) a uno le recorre la espalda un escalofrío ante esa tormenta de propuestas que nos hace dudar si la tragedia de Notre Dame habrá servido para evitar otras por aprender de los errores cometidos en París o por ser un aviso ante la falta de actualización de las estrategias de protección de nuestros tesoros patrimoniales. «Hasta que no pase algo» como dirían los mayores; y ese algo un día llega, y ese algo un día pasa. Que no ha sido la primera vez, que ya ardieron otros templos, incluso la Pulchra Leonina en 1966, y se eliminó la madera de las cubiertas para minimizar cualquier riesgo.

No hay París sin Notre Dame, ni León sin catedral, ni Ponferrada sin basílica de La Encina. Ni un pequeño municipio sin la iglesia que bautizó a los suyos, los casó con forasteros y los enterró en su cementerio. Que para cada pueblo su iglesia es una catedral sin gárgolas. Sufren por las goteras del tejado o las grietas en los contrafuertes igual que los parisinos en los puentes del Sena. Nada explica mejor la identidad de una localidad que su templo, ese que define el paisaje y acumula los avatares del pasado. Ese que lo diferencia del resto de pueblos que tienen otras torres y otros pórticos como libros de historia en piedra, que se ensucia y se desarma. Ojalá esta repentina solidaridad con el patrimonio que reconstruirá Notre Dame y reforzará la protección de nuestras seos llegue también a las catedrales humildes de cura itinerante y cerrojos a diario. Y se vacíe la ‘Lista roja del patrimonio’ que acaba de tener que incluir seis nuevos monumentos de Castilla y León por su estado de ruina y de abandono.

Ha anunciado Macron que en cinco años resucitará Notre Dame. Es Jueves Santo, y la esperanza en la resurrección marca el paso de los papones y el llanto de las cornetas de la procesión que avanza.
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