01/08/2021
 Actualizado a 01/08/2021
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Un caballista no es aquel que padece caballismo (tener cara de caballo, según la jerga del Barrio de Pinilla) sino el que entiende de caballos y monta bien. Entre los que aspiramos a caballistas hay quien le pone mucho empeño (como un bravío colega que directamente le compró dos ejemplares al propietario de una hípica, buscó un terreno donde dejarlos y desde allí sale a hacer el valiente bandolero cada vez que puede) y quien pone un poco menos de empeño (como servidor con sus cinco tranquilos paseos en diez años; y, tirando la casa por la ventana, un sexto esta semana pasada).

Es una afición singular la de montar a caballo. No tiene nada, siempre que te pongan a huevo un animal pachón y poco reactivo y avances al paso. Pero el trote y el galope son mucho más demandantes. Por muy jicho que sea, cuando el animal imprima velocidad al movimiento, al jinete inexperto cerrar las piernas con fuerza le va a saber a poco y va a echar de menos tener dónde agarrarse (y a muchas sillas utilizadas aquí, al contrario que a tantas de Andalucía, no les sobra ni un pellejito).

Se mejora con tiempo, técnica y paciencia en el picadero, engrasando la comunicación con el caballo y puliendo la ejecución de maniobras antes de salir al campo.

Lo cual en León es hacerlo por choperas, caminos cruzados con regueros y zanjas, todo el catálogo de obstáculos a tu disposición para meterte un buen morrazo. Aunque mi instructora, con su elegancia pedagógica, dice que así se evita que el caballo vea campo libre y se desboque. Que lo del galope tendido es para jockeys minúsculos, no para los aspirantes a llaneros por la vega del Bernesga.

Yo mismo tomé la cabal decisión de no atreverme con el galope en mi última salida. Por mucho que llevase llorando años con que era lo que de corazón deseaba (porque así me la gocé una vez como buen principiante), más allá de un trote rápido no me vi capaz, yendo como iba la mitad del tiempo cual inanimado tronco sobre mi añoso tordo, sin adaptarme a su ritmo vivaz y temiendo que, a pesar de lo añoso, me dejase constancia de no tener la voluntad del todo sometida (y al suelo).

Se portó bien el animal ese día y se hubiese merecido un terroncito de algo, pero me mostró unos muelorros amarillos y gordos que no habían pasado por el Invisalign y me refrené. Prueba del algodón de que no llego ni a medio caballista.
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