18/04/2019
 Actualizado a 17/09/2019
Guardar
¿Conocéis la paradoja del ‘Burro de Buridán’? Viene a contar que un burro tiene delante suyo dos montones de hierba, de igual color, del mismo peso y a la misma distancia. El pobre animal no se decide de cual de los dos montones comerá y, al fin, se muere de hambre. Es una crítica a uno que fue rector de la Universidad de la Sorbona y que defendía el libre albedrío a la hora de tomar decisiones en la vida. Como no hay nada nuevo bajo el sol, Aristóteles, mucho tiempo antes, también habría propuesto una paradoja similar, pero con un perro. Iluminan, ambas historias, el dilema al que nos enfrentamos los hombre casi todos los días de nuestra vida. ¿Qué escoger, cómo hacer frente a distintas situaciones, cómo desenvolverse, (y no cagarla), en dos bifurcaciones, normalmente una buena y otra no tanto, que se nos presenten de pronto, sin avisar, casi a traición? Muchos, entre ellos el que suscribe, están permanentemente en un mar de dudas ante cualquier dificultad y toman la decisión de no hacer nada; más o menos como Rajoy, que tenía como ideal el de que el tiempo arreglase, sólo, las cosas. No es buen sistema, os lo aseguro. Si haces eso, (no hacer nada), te empitonará el toro, o sea, la vida, y adiós muy buenas. A mi me ha ocurrido lo mismo que al burro muchas, demasiadas, veces y no estoy criando malvas porque esas decisiones que no me atreví a tomar no eran referidas a la comida y a la bebida, esenciales para seguir existiendo, sino a muchas otras de índole moral, laboral o pecuniarias que no te matan en el momento, sí, pero te dejan cada vez menos fuerza, menos ilusión, menos esperanza.

A unos cuantos días de las elecciones generales, me imagino que mucha gente estará como el asno del cuento. No sabe a quién votar y eso le supone un engorro de mucho cuidado. Ese que no sabe a quién votará, seguramente será un ciudadano ejemplar, que paga sus impuestos sin rechistar, que las pasará más o menos putas para llegar a fin de mes, para que sus hijos estudien, para que sus padres puedan estar atendidos convenientemente en una residencia de ancianos, para que su estancia en el hospital, que llegará más pronto que tarde, sea, dentro de lo que cabe, grata... Ese pobre hombre que dudará ante el montón de papeletas que encontrará en la cabina de su colegio electoral será, sin duda, un integrante de la famosa y malbaratada ‘clase media’. Sólo los que a ella pertenecen se pueden permitir el lujo de dudar y de morirse de hambre con la duda. Un rico o un pobre saben perfectamente lo que les conviene y lucharán por conservar su estatus o abandonar el suyo. Uno, ya sabéis, no vota como consecuencia de la religión que practica, que lo prohíbe enérgicamente. Es el único dogma de fe que tiene, por lo que es de una comodidad abrumadora. En todos los demás aspectos de su credo, mi religión es tan laxa que todo está permitido. Con una exclusión, eso sí: no condicionar las decisiones de los demás. No dice nada joderse uno mismo, con lo que demuestra que el ‘libre albedrío’ no son sólo dos palabras carentes de significado, sino que son, mismamente, su razón. Uno entiende el dilema moral que se le presenta a un hombre sensato a la hora de escoger la dichosa papeleta. Los partidos que se presentan en ellas, se arrogan muchas decisiones que un hombre coherente y longitudinal no debería atreverse a hacerlo. Utilizan, también, ‘ganchos de trileros’ para engañar a la gente: el nombre de España, apropiándoselo o desvaratándolo a su antojo; el de sus creencias más intimas y personales, (la religión, la igualdad de sexos, incluso el propio sexo), para atacar a los que no piensan o creen lo que ellos piensan y creen. Esto, que también es más viejo que la orilla del río Esla, se llama ‘sectarismo’, que viene de secta y que todos sabéis su significado. El asunto es que no existe una conciencia de respeto a lo que opine el otro. Más bien todo lo contrario. Esta campaña electoral que padecemos y de la que se hacen eco, en demasía, sin duda, todos los medios de comunicación, es, como todas, aburrida; pero también crispa hasta a las ovejas, y, ¡como no!, al burro que no sabe de que montón comerá la hierba. Me molesta bastante, eso sí, que escogiesen a un burro como ejemplo de necedad, de duda. Orwell, en su ‘Rebelión en la granja’, ponía a este animal como el más inteligentes del corral; más, por supuesto, que los cerdos que al final fueron los que tomaron el poder. Voy a proponer a los que gobiernan en mi pueblo que sea elegido como nuestra mascota oficial, que sea incluido en el escudo y que se cree una reserva dónde puedan pasar sus últimos días cómodamente. De tener algún defecto de carácter, el burro tiene el de la ‘neciura’ y ya os he contado que mi pueblo es el que más tiene por metro cuadrado... Así que, Salud y Anarquía.
Lo más leído