Bujía y Lamparilla y el éxodo de Oliegos

Por José Javier Carrasco

08/02/2022
 Actualizado a 08/02/2022
| MAURICIO PEÑA
| MAURICIO PEÑA
En la ‘Guía cómica de León’, publicada en 1929, Bujía y Lamparilla, en su capítulo tercero, dedican un apartado a los «pantanos empantanados». En él, de modo sarcástico, sitúan, como algo anterior al propio diluvio, los regadíos, práctica implantada en la península  por los árabes, inventores del pitorro del botijo. En la época moderna se habría buscado en los pantanos la solución al problema, y aluden a que León cuenta con uno, el de Bachende – aunque solo era aún un proyecto –  que haría desaparecer el pueblo de Riaño. Al pie de una fotografía de esa localidad los dos periodistas incluyeron una nota:  «Riaño: cabeza de partido, vista panorámica de un pueblo llamado a desaparecer; no nos extraña porque lo de los pantanos es hoy de tanto interés que, como las chicas guapas, quitan la cabeza. Por eso que al partido de Riaño le quite la cabeza el pantano, no nos extraña. Peor que diese quebraderos de cabeza alguno». Riaño acabó realmente desapareciendo sesenta años después, una lenta agonía que ni Bujía o Lamparilla presentían, creyendo su fin  inminente.

El pantano de Riaño se sumaba a otros como el de Luna, Villameca o Boñar. He estado en todos porque de algún modo era una visita obligada acudir a contemplar esos serenos volúmenes de agua contenidos por una presa, hecha con miles de toneladas de cemento. Pero fue la presa del pantano de Villameca la primera que vi desde el camión de mi tío Eliseo, al que acompañaba algunos veranos, durante las vacaciones, a repartir gaseosas por  pueblos de la Cepeda, cuando se dirigía al bar de Matías, curioso establecimiento en medio de un pinar, al pie del embalse. La desnuda pendiente de cemento del muro de contención –una pared alta contra la que rebotaba el sol–  no me impresionó demasiado. De su mole gris apenas salía agua y eso hizo que me sintiera desilusionado. Quizá esperaba una cascada como la de las cataratas del Niágara.

La presa del pantano de Villameca fue obra del ingeniero Aníbal Carral. Bajo sus aguas, el año 1945, quedó sepultado Oliegos, que contaba con una población de ciento setenta y tres vecinos. Se inició entonces un triste éxodo para ellos, tras celebrar una misa por los difuntos  y contraer matrimonio una pareja, que les llevó hasta el vecino pueblo de Porqueros, allí tomaron el tren con sus enseres y animales hasta León. Fueron recibidos por un nutrido grupo de autoridades; a mediodía el Ayuntamiento les ofreció una comida antes de desfilar por Ordoño II e Independencia. De León salieron para Valladolid, al coto de Foncastín, cerca de Rueda, punto final del viaje. Uno de tantos proyectos promovidos, o, mejor, improvisados, por el Instituto de Colonización de la Obra Sindical.  Cuando las aguas del Pantano de Villameca decrecen, a causa de un año sin lluvias, aún pueden verse restos de piedra de las casas, del cementerio y de la Iglesia desmoronada de Oliegos.  Ruinas que aquel  muro, remedo de gran frontón,  ocultaba dentro como una vergonzosa verdad.
Archivado en
Lo más leído