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Área de descanso

28/05/2022
 Actualizado a 28/05/2022
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Es agradable estrenar estas luminosas mañanas de mayo recorriendo las calles recién puestas. Cuando la luz apenas comienza a asomarse para recibir las primeras brisas matutinas. Comenzar la alborada atravesando el túnel de Puerta Castillo, centinela de la inquebrantable fortaleza de la cárcel medieval; un túnel mudo que se tornará sonoro cuando vibre la guitarra del puntual cantor, ese Bunbury leonés inquebrantable ante cualquier desaliento.

Ir despertando pausadamente de las nieblas invernales sintiéndose testigo en el revolotear de las estampas que pigmentan el camino.

Mientras, en su dominio de asfalto, los primeros motores se deslizan sumisamente por la ladina rotonda que desde que comenzaron las obras de la carretera de los cubos encierra en su recorrido un inusitado laberinto. Los conductores, un tanto amedrentados, se adentran en él con menos ganas que maña.

Afortunados hoy los viandantes que nos sustraemos del imperio del motor, y podemos continuar la expedición al trabajo no sin antes saludar al abanderado Alfonso IX reinando en la plaza Santo Martino con su estandarte ondeando al viento.

Pero es en la calle Sacramento, bordeando la Basílica de San Isidoro cuando comienza a rezumar la vida de la ciudad de León que se despierta en su costado más sacro. En oleadas tenues comienzan a emerger los pequeños grupos de peregrinos que luego serpentearán las calles, trazando no uno, sino varios caminos por empedrados, bordillos, pavimento y asfalto.

¡Buen camino! se escapa de los labios.

Es reconfortante volver a ver cuajadas las calles de peregrinos.

Variedad humana de sonrisas, atuendos y andares, de razas y credos, de argumentos y pareceres que se dirimen en grupos, hombres maduros, parejas, pandillas jóvenes, mujeres solas que se afianzan en un tiempo que ya no las extraña. Y todos enfundados bajo sombreros de paja, gorros de fieltro, viseras de marca y pañuelos alegres que ocultan sus rostros vivos que sonríen como si hubieran resucitado de un letargo inmemorial.

Al cruzar la Calle Ancha resulta serenamente extraño, encontrar solo silencio frente al habitual bullicio; y es en la Calle La Rúa donde de nuevo acomete el trasiego de caminantes que absorben la belleza del madrugador León que se despereza.

Reposo y recreo brillan en sus miradas y evocan el recuerdo de las palabras que no ha mucho leí en el libro ‘Caminar’ del aventurero filósofo Erling Cagge: «Caminar es un área de descanso». El mismo descanso que reporta mirarlos en su asombro ante el estreno de un nuevo día amaneciendo en el hermoso regazo de León.

Aparece la pareja de simpáticos asiáticos que estuvieron anoche deambulando por la Plaza del Grano sorteando piedras ensartadas por la argamasa del tiempo. Ese tiempo que ahora se les regala en senderos de vida.

Me cruzo ahora con un padre y un hijo que siempre salen del mismo portal, con la misma cara e idéntico gesto de preocupación y ocupación, él, encorbatado al trabajo, él, uniformado a la escuela. Peregrinos de lo cotidiano.

Padre e hijo comparten paisaje y camino con los foráneos que pronto abrazarán al santo.

Quisiera irme con todos ellos , transitar por sus historias, recrearme al compás del paso paulatino y la palabra lenta mientras dejamos que los primeros rayos del sol bañen nuestra piel al comenzar la mañana.

Bendita área de descanso.
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