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Aquí sí hay quién viva

12/06/2022
 Actualizado a 12/06/2022
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Da igual la hora a la que llegues, el estado en el que llegues o la casa a la que llegues. Da igual que haya tormenta, que no haya antena o que no se sintonice prácticamente ningún canal de televisión. El misterio ya está a la altura de Radio María, que siempre aparece con nitidez en el dial por remoto que sea tu viaje y por poco que te importe el mensaje del evangelio, generando una incómoda claustrofobia a los agnósticos porque vayas donde vayas se te puede aparecer la Virgen. En la televisión, en el horario más preciado y en el más desierto, bulle siempre una comunidad de vecinos en la que pasan cosas tan rocambolescas como en cualquier otra comunidad de vecinos. Supongo que ahí está la clave: brinda al espectador la oportunidad de comparar la ficción con realidad que encuentra en el portal, el ascensor, la escalera o el bar de abajo y comprobar que sucede lo mismo en todas partes. Los capítulos se parecen tanto entre sí que recuerda a los cantantes que se pasan la vida haciendo la misma canción o a los restaurantes chinos en los que todos los platos saben igual. A algunos de los personajes los conoces ya desde hace tanto tiempo que, como a los viejos amigos, les guardas un cierto cariño aunque para ti hayan perdido la capacidad de sorpresa y todo lo que hacen te resulte insoportablemente previsible. Y, como te pasa con algunos viejos amigos, a menudo pasas de largo al verlos, como si ya nada te pudieran aportar, buscando entretenimientos o compañías más novedosas, pero terminas regresando a ellos y a sus vulgares comentarios después de comprobar, por enésima vez, que se parecen más a ti de lo que te gustaría reconocer y que, en realidad, hay menos que ver cuanto más te dan a elegir.

En León hay, en cambio, un pueblo suspendido en uno de los muchos vacíos que los romanos dejaron por aquí en su búsqueda del oro (como a Victorino Alonso, lo más cercano que hemos conocido a un emperador contemporáneo, a ellos tampoco les exigió nadie que restauraran lo que habían destrozado) en el que, al llegar, lo primero que recibe al visitante es un enorme cartel que dice «Aquí sí hay quién viva». Se llama Prada de la Sierra y se accede desde un camino que sale de la popular Cruz de Ferro, punto de encuentro de esa comunidad de vecinos itinerantes con rumbo a Santiago, donde las faldas de Foncebadón hacen de frontera entre León y el Bierzo. Esta semana, después de treinta años, ha recuperado la categoría de pueblo que el ayuntamiento al que pertenece, Santa Colomba de Somoza, y la Junta de Castilla y León le habían retirado: una sentencia judicial obliga al consistorio a inscribir de nuevo esta localidad en el Instituto Nacional de Estadística, lo que permitirá que su docena de vecinos se puedan empadronar en el lugar donde viven. Con los tiempos que corren, parece todo excesivamente lógico para que la historia encuentre su final feliz. Es el resultado de un largo proceso judicial en el que ha sido necesario, entre otras aventuras, llevar hasta allí a un notario, para que diera fe de que en aquel pueblo sí hay quién viva. Acostumbrado a firmar herencias e hipotecas, todas esas operaciones tan caras y mecánicas que las puede hacer sin mover un sólo músculo, imaginar la expresión del notario caminando entre las casas en ruinas y las reconstruidas, su paseo por las calles que los vecinos han tenido que señalizar, las placas solares y las fosas sépticas que les sirven para ser, necesariamente, autosuficientes, no sé si sería el mejor resumen de la lucha contra la despoblación u otra memorable escena de la celebérrima serie televisiva.

Medios de comunicación de toda España se han acercado esta semana hasta Prada de la Sierra para comprobar que el pueblo existe, diga lo que diga el Instituto Nacional de Estadística, y contar la ejemplar historia de sus habitantes, que no sólo le han dado vida sino que han sido capaces de luchar contra la burocracia de la administración y contra el alcalde de su ayuntamiento que, en un arrebato de sinceridad que nadie le había pedido, aseguraba ante los micrófonos que le ponían delante que allí no hay quién viva, que no va a llevar hasta Prada de la Sierra los servicios básicos a los que sus habitantes tienen derecho (pagan religiosamente sus impuestos) porque, dijo textualmente, «sólo en este municipio pueden elegir entre otros catorce pueblos en los que hay de todo». En los que sí hay quién viva, le faltó decir, metiéndose en el papel del repelente Señor Cuesta. Exhibidos públicamente sus sesudos razonamientos, y aunque sea el del Partido Popular, no se descarta que le terminen nombrando próximo ministro del Reto Demográfico y que proponga, para terminar de golpe con el problema de la despoblación, que sean los ciudadanos los que se acerquen a los servicios públicos para racionalizar el gasto. En el mismo sentido parecen razonar la Junta de Castilla y León, que viene a decir que si enfermas el médico no va a ir a ti sino que conviene mucho más que vayas tú a verle, aunque no te mantengas en pie o no puedas conducir, o la Diputación Provincial, que ya está a solo un paso de proponer que, cuando haya un incendio, lo mejor es que el fuego vaya hasta los bomberos, porque viceversa es demasiado complicado para la institución.

Se suele argumentar que el problema de nuestros pueblos es que se intentan poner soluciones desde lejanos despachos, pero a menudo, conforme más nos acercamos al terreno, más enemigos salen por el camino. En la sucesión de figurones que deben tomar alguna decisión en cada peldaño administrativo hay demasiados ignorantes que parecen orgullosos de serlo y que entienden el ejercicio de la política como quien gobierna su cortijo. Aunque no copen tantos titulares, en realidad hacen mucho más daño que la mismísima Isabel Díaz Ayuso cuando acusa al presidente del Gobierno de «intentar descapitalizar Madrid» por llevarse «a provincias» la Agencia Espacial Española. Con lo bien que se ven la estrellas desde aquí gracias a que, a nuestro alrededor, no hay más que fantasmas.
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