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Aquella charla con Caballero Bonald

10/05/2021
 Actualizado a 10/05/2021
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Tuve dos conversaciones largas con José Manuel Caballero Bonald, aparte de otras breves, apenas encuentros de un par de minutos, fundamentalmente en las comidas de los premios Biblioteca Breve en Barcelona, allá en las hermosas Drassanes (o atarazanas), a los que solía acudir. Él, hasta donde se me alcanza, ha sido miembro del jurado de esos premios en muchas de sus ediciones, y su presencia allí, amable y cercana, pero también legendaria, nos envolvía a todos, con sus palabras de oro bellamente trenzadas.

Esas dos conversaciones con Pepe Caballero Bonald, así le gustaba que le llamaran, despojado de solemnidades, fueron, claro está, entrevistas. Una, si no recuerdo mal, en 2006, el año en que recibió el Premio Nacional de Poesía, y otra, días antes o días después de que le fuera concedido el Premio Cervantes, en 2012. De la primera no tengo a mano el texto que en su momento se publicó, pero sí el de la segunda, que también guardo en la memoria con más o menos nitidez. Aunque es el archivo sonoro, que también conservo, el que a mi juicio realmente merece la pena. Nada como volver a escuchar su voz.

El anuncio de su muerte ayer, a los 94 años, me ha llevado de inmediato a recuperar aquella larga charla. Ahí está, en efecto, su voz extraordinaria, cercana como si aún estuviera entre nosotros, su palabra inteligente y elaborada, como era su palabra poética. Todo lo que decía Pepe Caballero Bonald, y permítanme el exceso de llamarlo así, como le llamaban sus amigos y sus seres más queridos, era interesante. Todo llevaba su carga de pasión, de libertad, todo arrastraba el eco de las antiguas y vibrantes rebeldías, aún vivas en su mente y en su corazón.

En aquella conversación de 2012 hablé con él de ‘Entreguerras’ (Seix Barral), un poemario que, según él mismo anunció, pondría fin a su carrera literaria. Nunca me lo creí del todo, conociéndolo un poco como lo conocía, pero en esa misma charla me aseguraba que el poema tenía un evidente carácter testamentario, y que, tras publicarlo, ya había dicho todo lo que tenía que decir. «No me voy a negar, eso sí, a escribir algún poema suelto, si me viene alguno, pero un libro de planteamiento a largo plazo, digamos, ya no creo que haga», explicaba el poeta. Afortunadamente, aún tuvo tiempo de escribir bastantes cosas más.

Porque un poeta no puede dejar de hacer poesía tan fácilmente. Aunque se lo proponga. Por otro lado, Caballero Bonald vivía inmerso en los encuentros literarios, los premios (que otorgaba a otros como jurado, no tanto los suyos, aunque tuvo tantos y tan importantes), en su fundación de Jerez, y en las charlas numerosas sobre literatura, formales e informales. Nada de eso se detiene de golpe, ni, por supuesto, había ninguna intención de detenerlo.

Es verdad que Caballero Bonald había encontrado en ‘Entreguerras’ una forma de hacer testamento poético, y así lo dejaba escrito: notario de las guerras, pobrezas y rebeldías, notario de la lucha desnuda por la libertad, notario al fin de viajes azules por el mar, notario de amistades indestructibles, testigo ineludible del tiempo que nos contiene, de ese pasar a lo largo del espinazo de la cruda historia del siglo XX.

Quiso haber trabajado más el flamenco, otra de sus pasiones. Quiso haber escrito más de ese arte, pero del flamenco bebió y aprendió, recogió todo su misterio en los ropajes de su poesía. «Releyendo ‘El perseguidor’ [el cuento de Cortázar sobre los últimos días de saxofonista Charlie Parker, héroe del jazz] se me ocurrió que debería haber escrito algo sobre esas vidas del flamenco, atrabiliarias, locas, inestables… como las del jazz. No lo haré ya, me parece», me dijo entonces: sí, hace ya más de una década de todo eso. Pero en su noventa cumpleaños Jerez le dedicó un disco-libro, con los cantes de Tomasa la Macanita, Manuel Moneo o David Lagos, entre otros.

Le dije aquel día que ‘Entreguerras’ me recordaba un viaje marítimo, como los que él tanto amaba. Quizás el viaje de Yeats hacia Bizancio. Quizás el viaje de Ulises, pues en el viaje se inicia la historia de la literatura. «No sé si marítimo, pero sin duda este poema tiene algo de fluvial, de río circular», me dijo. «Con sus afluentes, desbordamientos. Es un soliloquio en torno a la memoria. Pero la memoria es navegar… y esa navegación está llena de tempestades. Tengo algo de viejo marino, claro. He navegado por mares diferentes, y desde luego por los mares de aquí, y por los mares de Galicia, donde solía acompañar al doctor Barros, que tenía una casa muy hermosa en Bueu. Por allí navegué en un viejo barco de madera… toda una reliquia».

«No suelo pensar mucho en la muerte, aunque sé que la tengo cerca», me decía en aquella conversación. «Pienso más en las pérdidas, en las carencias que se van acumulando. Intento superar el pesimismo con la propia poesía. Este libro es a veces oscuro, pero no es un hermetismo deliberado. Es que cuento cosas de momentos duros, difíciles de explicar». Como cuando llegó a Madrid, en el año 51. «Era la inmediata posguerra. Las restricciones eléctricas… la guerra estaba aún muy presente. Recuerdo bien el clima gris, mezquino, sórdido, la ciudad atemorizada. El frío y el hambre en las calles. Y yo venía de la luz de Jerez. Y de pronto me sentí aturdido en aquel Madrid. El compromiso vino después. Quise luchar contra las libertades amordazadas… esa terrible sensación de que todo el mundo hablaba en voz baja, que miraba asustado alrededor… No he olvidado nada de eso. Nada».

Entonces vino también, en el 59, el homenaje a Machado en Colliure, en el vigésimo aniversario de su muerte. En 2012 de aquel grupo sólo Bonald quedaba vivo. «Machado es el paradigma del pensamiento moral. Su comportamiento civil, su humanismo, qué voy a decir…», recordaba entonces. «Aunque yo estoy más a medio camino entre el Romanticismo y el Surrealismo», apuntaba hablando de su poesía. No puede dejar de mencionarle a Ángel González, a quien tanto quería: «era muy apacible, muy trasnochador. Una gran compañía nocturna, cuando andábamos por ahí tomando copas, seguramente más de las que debíamos. Ángel decía que nosotros habíamos aportado a la literatura española una nueva manera de vivir y de beber. Sentí su muerte como se siente la de un hermano».

Mucho más me dijo entonces. Y mucho me queda por decir. Pero detengámonos aquí por hoy. Imaginando al maestro Caballero Bonald al timón de un barco en aguas azules, o en la ventana de su casa de Sanlúcar, viendo cómo la vida vuelve, una y otra vez, a imponer su alegría en la desembocadura del Guadalquivir. Él siempre estará asomado a esa ventana.
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