11/11/2021
 Actualizado a 11/11/2021
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Estos días, con lo del apagón, se demuestra que tenemos más miedo que vergüenza, más temor a lo desconocido que cuándo éramos niños chicos y venía a vernos en sueños la vieja del monte, y menos esperanzas que cuándo el mundo era nuevo. El mundo está envejeciendo muy deprisa, como cuando cumples los sesenta y te miras al espejo y ya no ves al galán que creías ser y sí observas a un señor mayor, con arrugas y bolsas de cansancio en los ojos. Si se apaga la luz una semana, solamente una semana, todo se convertirá es un desbarajuste cósmico, en una tragedia de un solo acto, en un volver a empezar para acabar aún peor de lo que estábamos. Y si al apagón le da por llegar en invierno, a traición, como un ladrón tosco y desesperado, no quiero pensar la que se preparará en los pisos de sesenta metros, dónde se hacinen un padre, una madre y dos hijos adolescentes sin colegio ni Internet. Además de pasar mucho frío, de tener que comer mierda enlatada, lo más normal es que los viejos acaben ejecutando un asesinato ritual de sus vástagos y luego terminen, ellos mismos, suicidándose. Aguantar a unos chavales en casa sin televisión, sin teléfonos móviles y sin ordenador es un trabajo que ni Hércules, en su mejor momento de fuerza y destreza, sería capaz de llevar a cabo.

Para los que vivimos en un pueblo, ¡por una vez en la vida!, todo será más fácil. Uno se arreglaría con la Bilbaina y con la Fagor de gas para cocinar y calentarse; volvería a usar la mosquera, que lleva más de cuarenta años criando polvo y telarañas; tendría que buscar, eso sí, el cogedor y el badil y afilar el hacha y la macheta, que cortan menos que el As de Espadas de la baraja. Aún así, todo sería más sencillo que en la capital. Ya tenemos hablado con Miriam para que haga el café en una pota, (mucho más sabroso y menos dañino que el de la cafetera), y la tertulia seguiría como si nada hubiera pasado en el mundo. Lo siento por Chopo y por Rafa, que tendrían que ordeñar a mano, pero no sería un problema: un servidor ya se ofreció voluntario para ayudarlos a meter mano a las vacas y para hacer queso, que el camión que les recoge la leche también tendría que parar y no es cuestión de tirar nada. Sería el renacer de la autarquía del General; volver a aquella sociedad en la que cada pueblo era autosuficiente para generar todo lo que sus habitantes necesitaban, que, ciertamente, era muy poco. La lástima es que aquella vieja idea que un día expliqué en uno de estos artículos delirantes que me publican cada jueves, (convencer a la Junta Vecinal de mi pueblo para que construyese una mini central eléctrica capaz de producir la energía que gastamos), no se haya llevado a cabo. Si al final llega el apagón, que llegará, los pueblos no tendrán más remedio que acometer esta u otra obra para lograr esa autosuficiencia energética. Siempre nos movemos a toro pasado, cuando es tarde, dejando a un lado todas las oportunidades que conseguirían solucionarnos los problemas. Somos humanos y nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena; nunca lo hacemos antes.

Gracias al apagón también sacaríamos algo en claro: pasar de los políticos, desde el presidente del Gobierno al alcalde pedáneo, porque no nos podrían ayudar en nada. Más bien lo único que harían es estorbar, como una suegra desaborida, como un grano en el culo. Por lo menos en los pueblos, los problemas se vencerán con una cosa tan sencilla como antigua: la ayuda mutua. No habrá ninguna otra manera de salir adelante, con lo que conquistaríamos la independencia (por lo menos moral), que todo ser humano necesita.

El apagón nos sorprenderá y nos amargará la vida, porque la sociedad en la que vivimos ahora es opulenta, derrochadora, hedonista y soberbia. Hace sesenta años, cuando el mundo era nuevo, los hombres no ambicionaban demasiado, porque con vivir tenían bastante. Hoy, acostumbrados a tener de todo, sin ni siquiera pedirlo, nos hemos convertido en seres insaciables. ¿Un ejemplo? Durante toda mi juventud la fruta que se comía era la que se daba en cada estación: fresas en primavera, si tenías sembradas, cerezas al principio del verano, ciruelas en septiembre, manzanas y peras después del Pilar y naranjas, que eran un lujo asiático, en invierno. Hoy, gracias a la globalización y demás tonterías, puedes comer cerezas en diciembre, a pelo puta, eso sí, pero las comes si quieres. Para que puedas hacerlo, alguien las ha tenido que comprar en Nueva Zelanda, pongo por caso. Las han tenido que traer en barco o en avión, metidas en un frigorífico como una casa de grande. Todo eso degrada al planeta, porque, para que yo pueda darme ese capricho, se han gastado cantidades ingentes de energía; esa misma energía que no tendremos cuando venga el apagón y tengamos que alumbrarnos con velas. Aquí no hay ecologismo ni hostias. Aquí, como decía mi abuelo, hay mucho vicio… Salud y anarquía.
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