22/11/2020
 Actualizado a 22/11/2020
Guardar
La muerte pasa en ambulancias blancas, cantaba Sabina evocando la rutina siniestra de Madrid. En León nunca se oyeron tantas. Ese ulular de las sirenas rasga el silencio de la ciudad como un aullido amarillo, con una latencia y una conmoción a la que no estábamos acostumbrados. Antes, oías una sirena muy de tarde en tarde. Ahora miras de reojo las rotondas donde giran velozmente y los niños, diseminados por los patios de los colegios, levantan la cabeza preguntándose qué ha ocurrido. Los pájaros, sin embargo, han dejado de alarmarse. Yo viajé una temporada en una ambulancia que me llevaba del hospital a casa y llegó un momento en que la despojé de su carga negativa, seguramente gracias a su chófer locuaz y voluntarioso. Pero esas ambulancias te dejan el alma encogida porque, precisamente, sus viajes son demasiado breves, como si el curso de las vidas se comprimiese en una ráfaga de luz y en unos minutos de agonía. La idea de los viajes ha quedado reducida a eso, a un trayecto fantasmagórico y perimetral, donde no caben las maletas y los baúles de antaño, donde ni siquiera tenemos tiempo para despedirnos con un pañuelo. Te levantas todos los días pensando en tiempos mejores; en viajes que rozaban la proeza. En 1880 un hombre llamado Louis Apol se embarcó en una expedición al ártico, con la tripulación de una goleta de 28 metros de eslora cuyo nombre, Willem Barents, homenajeaba a un intrépido navegante holandés. El caso de Apol se distinguía porque se trataba de un pintor que había alcanzado cierta notoriedad y porque emprendía un viaje lleno de riesgos. Merece la pena afrontarlos, debió pensar. La nave quedó atrapada en el hielo durante semanas y en ese tiempo, Apol hizo dibujos que reflejaban la vida a bordo, o retrataban a las morsas y las focas que salían a la superficie. En uno de sus bocetos se ve a la goleta encallada entre masas blancas, tan frágil como un lápiz agarrado por dos puños. El crujido del hielo y la madera, en aquel silencio helado, debía ser estremecedor. Como el aullido insomne de las ambulancias. Apol regresó a su casa y siguió utilizando con maestría los pinceles. Aquella experiencia fue para él una fuente de inspiración. Tal vez solo nos quede eso, superar este tiempo detenido malignamente con la idea de que un día emprenderemos un viaje, y volveremos a sonreír agitando un pañuelo, aunque ya no seamos nosotros mismos.
Lo más leído