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Alienación parental ¿síndrome o realidad familiar?

25/05/2021
 Actualizado a 25/05/2021
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El Congreso de los Diputados dio el pasado jueves el sí definitivo a la Ley Orgánica de Protección Integral a la Infancia y la Adolescencia frente a la violencia. Se trata de un antes y un después a la hora de abordar la protección de los más débiles en el que, si se me permite, se atisba en algún punto más indefensión que protección, por mucho que a más de un político se le llene la boca proclamando el gran éxito que supone.

La norma recoge, entre otras cuestiones, el derecho de niños y adolescentes a la información, a ser escuchados y a intervenir en el procedimiento judicial. En relación a ello, el art. 10.3 bis de la Ley, que entrará en vigor a los veinte días de su publicación en el BOE, establece que «los poderes públicos tomarán las medidas necesarias para impedir que planteamientos teóricos o criterios sin aval científico que presuman interferencia o manipulación adulta, como el llamado síndrome de alienación parental, puedan ser tomados en consideración».

No está en el ánimo de esta Letrada, entrar en polémicas sobre la existencia o negación del SAP (Síndrome de alienación parental), pues mucho se ha dicho ya sobre ello durante la tramitación de la ley, pero desde el punto de vista profesional en el que en no pocos casos he advertido la injerencia y manipulación de menores en procesos de familia, hace que me cuestione la real protección al menor que puede llegar a suponer el apartado 3 del art. 10 bis de la nueva Ley.

Y es que, ¿cuál es el alcance y efecto de ese art. 10 bis y su apartado tercero? La interpretación del mismo bajo la rúbrica ‘Derecho a las víctimas a ser escuchadas’, obliga a que se escuche al menor siempre, incluso cuando con sus palabras se rechace a alguno de los progenitores y, si alguno de éstos considera y defiende que tal rechazo no es aceptable invocando teorías como la del SAP, debe el juez ignorarlo, porque no existe interferencia o manipulación. Basta así con lo que el menor llegue a expresar.

Permítanme que denuncie el dogma del que parte la nueva Ley de protección integral a la infancia y adolescencia en el art. 10 bis, sobre la inexistencia de «interferencia o manipulación adulta» en el proceso de formación o expresión de la voluntad de los menores. Y es que, por mucha prohibición legal que se pretenda, y llámese como se llame, no podemos volver la cara a una realidad que es incuestionable y que no deja de ser otro modo de ejercer violencia hacia los menores.

Cierto es que, hoy por hoy, el SAP no figura regulado como tal en ningún manual o guía (ni el DCM-5 ni el CIE-10), pero con independencia de su denominación o regulación específica, lo cierto es que lamentablemente nos encontramos con más casos de los deseables en los que un progenitor puede llegar a manipular, mentir y tergiversar la realidad, posicionando al menor en contra del otro progenitor hasta llegar a causar el rechazo absoluto hacia él. Dado que esa manipulación sucede, por mucho que al SAP, o la denominación que ustedes quieran darle, se le haya arrinconado con la nueva ley, lo cierto es que, es una realidad dolorosa que existe, una realidad, en que padres y madres, pues aquí no se trata de ninguna cuestión de género, utilizan a los menores como mero instrumento en contra del otro, provocando contextos tremendamente nocivos para el propio desarrollo, bienestar y evolución afectiva del menor.

Precisamente por eso, me produce verdadero estupor, escuchar en boca de ciertos políticos celebrar el éxito que supone la incorporación del art. 10 bis y particularmente su apartado tercero en la nueva Ley. No deja de resultarme sorprendente que, una ley preocupada y aprobada para proteger al menor de todos los abusos posibles y, digo todos los abusos, no sólo no se fije y aborde la manipulación e injerencia que puede darse por los progenitores sobre la infancia y adolescencia, sino que llegue incluso a negar su existencia. Porque dejando a un lado la terminología y que, hasta ahora, no es recogido como una enfermedad, lo cierto es que estamos ante una realidad innegable que vulnera los derechos más fundamentales de los menores, precisamente por parte de quien más deberían protegerles, con las consecuencias psicológicas y emocionales que ello implica.

Con la inquietud que me producen los efectos que la aplicación del apartado tercero del art. 10 bis de la nueva ley puedan realmente conllevar, tan sólo me queda apelar a la responsabilidad de los padres, aunque a estas alturas, eso va a ser ya mucho pedir…
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