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Al este perdió Castilla y al oeste Portugal

José Luis Gavilanes Laso
07/01/2017
 Actualizado a 11/09/2019
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A la vez que nuestros «orígenes antropológicos» como castellanos-leoneses están en Atapuerca y nuestro «sentimiento patriótico» en Villalar, algunos historiadores afirman que tras las capitulaciones de 1230 en Benavente los reinos de León y Castilla se fundieron de hecho en una sola corona, la de Castilla, aunque el boato ceremonial de coronación del soberano Fernando III –que por la gracia de Dios cobraba León gracias treinta mil doblas de oro anuales donadas a sus hermanastras las infantas herederas Dulce y Sancha– tuviese lugar bajo las bóvedas de la pulchra leonina. O sea, que el reino (incluso imperio) leonés desaparecía para siempre por un puñado de monedas después de más de tres siglos de historia.

Tras una encuesta realizada hace ya unos cuantos años en un suplemento especial dedicado a la comunidad de Castilla y León por la prestigiosa revista La Aventura de la Historia, cien profesores de distintos Departamentos de Historia de las cuatro Universidades de Castilla y León se decantaron sobre los cinco personajes más relevantes del aglutinamiento castellano-leonés. Según su criterio, los cinco personajes históricos elegidos fueron: Isabel la Católica, Rodrigo Díaz de Vivar, Santa Teresa de Jesús, el conde Fernán González y Alfonso X el Sabio. Y para que la cosa tuviese cierta contemporaneidad, se sumaba como accésit el bueno de Adolfo Suárez.

Ningún leonés entre los elegidos. No somos nadie. Y uno se pregunta ¿por qué cinco y no tres, siete, doce o veinte? ¿Y por qué en el quinteto elegido hay dos personajes mitad legendarios, fruto sobre todo de dos poemas épicos: un guerrero mercenario, como el Cid Campeador, y un traidor a su rey, como el primer titular del condado de Castilla, ambos absolutamente leonófobos? Pero lo que me dejó más flácido y movedizo que un implante de silicona es la selección de «monumentos artísticos» más relevantes de las nueve provincias del conglomerado, recogida en la misma encuesta y con la misma arbitrariedad contable.

Como cabía esperar después de la curiosa selección onomástica, en León tampoco estamos artísticamente para nada, salvo en el arte de horadar y postear en las entrañas de la tierra. Y ya ni eso. Pues los monumentos elegidos fueron, por este orden: la catedral de Burgos, el acueducto de Segovia, las murallas de Ávila, la Plaza Mayor de Salamanca y, ¡asómbrense!, Las Médulas de León.

Afortunadísima y convincente la selección, aunque a los leoneses nos duela. Me explico. Conservamos, aunque un tanto maltrechos, algunos importantes lienzos de muralla, pero, ¿cómo competir con las de Ávila? Nos unen al pasado romano multitud de vestigios pétreos, pero, ¿tenemos, acaso un acueducto como el de Segovia? Claro que contamos en León con una Universidad, pero un rey leonés, después de los Estudios de Palencia, la fundó primero en Salamanca ochocientos años antes, con la facultad de curar humanos y no animales domésticos como la que se estableció aquí mucho después en el Paseo de Papalaguinda. Hemos tenido reyes, fueros y leyes, pero Valladolid fue con posterioridad sede y corte nacional cuando España dominaba el mundo. Tenemos una hermosa catedral «que sonríe constantemente sobre la ciudad con su talle gentil de mocita mañanera», pero, ¡qué se le va a hacer!, la de Burgos es más rica, famosa y suntuosa. Además, ¿cómo comparar las mantas de Palencia, decisivas en la victoria de los colonos americanos frente a los ingleses contribuyendo a la independencia de EEUU frente a las de Val de San Lorenzo? A nuestra ciudad la «bañan» dos ríos y surcan su provincia un buen número de ellos, pero todos son feudatarios de uno que no discurre por tierras leonesas, el padre Duero que proclama «todas las aguas llevo».

Sin embargo, ¿cómo, después del cero en personajes relevantes, se iba a dejar a León sin realce artístico, cuando goza de auténticas joyas de arte románico, gótico, plateresco y hasta neogótico-modernista, como los únicos edificios de Gaudí fuera de Cataluña?

Para no dejarnos horros de gloria, los doctos profesores fueron a encontrar nuestro monumento artístico sobresaliente, no en vetustas y señeras piedras sobre la superficie, sino en los vestigios de unas minas de oro romanas. Al menos en lo monumental nos ha tocado el subsuelo, o sea la pedrea, que en cuanto a los prohombres y prohembras, como hemos visto, ni siquiera el reintegro.

Pero la nulidad leonesa venía de antaño. Miguel de Unamuno visitó León por quinta vez en julio de 1913. Dejó constancia de ello en Andanzas y visiones españolas. Esta es la aseveración del maestro: «Y tan íntima y fuerte fue la unión de ambos reinos, que los leoneses no tienen empacho alguno en llamarse y dejarse llamar castellanos». Al anacronismo de anteponer Castilla a León en los enunciados, se imponía en el autor de El sentimiento trágico de la vida el ayuntamiento ¾o la absorción¾ de dos en uno, o sea, una Castilla que, además de engullir territorios y lenguas ibéricas (la portuguesa se escapó por los pelos, y la catalana, vasca y gallega se sostienen gracias a que la actual Constitución las reconoce y los hablantes de sus respectivas comunidades autónomas las protegen), devino por sí sola España.

Porque, a la vez que se fundía o confundía en su nombre lo leonés y lo castellano, Castilla se arrogaba como cuna y centro espiritual de España. Y el vasco Unamuno se convertía en portaestandarte más exaltado de todos los filocastellanos. Me imagino que don Miguel ¾magnífico escritor y eximio ególatra¾, diría cosa muy distinta si Dios le hubiese concedido el milagro de sobrevivir con lucidez al advenimiento de la actual comunidad de Castilla y León.

Le habría ocurrido algo parecido a lo que le sucedió con el alzamiento de 1936. Aceptó el golpe militar como una solución para poner orden al desorden republicano; pero, luego, ante la faz criminosa y asesina de su desarrollo, cambió de opinión y se hizo apartadizo y amargo hasta la muerte, desautorizándolo con la célebre frase: «venceréis pero no convenceréis».

Ahora bien, en esta especie de balance anual de un año recién inhumado en la sepultura de la Historia, además de la indolencia y desarraigo de lo propio, la cualidad esencial del «homo cazurricoide» es la ingratitud. Gracias al «injustamente» denostado Rodolfo Martín Villa por traidor a la patria chica, el nombre de nuestra comunidad autónoma conlleva como apéndice el nombre de León, que, tras lo visto, ya estaba del todo extirpado en la cabeza de grandes vultos de nuestras letras, e ingurgitado por los conspicuos partidarios de la consustancialidad castellano y leonesa.

Desventurados aquellos que tienen lo que por su abulia y desgana justamente se merecen. Respecto a su identidad, el leonés de hoy dice más propio que llueve cuando orinan sobre su cabeza o que le están haciendo una colonoscopia cuando le están dando por... ahí (disculpen la ordinariez, pero es que los demonios me llevan a lo escatológico).

Si levantasen hoy su regia cabeza de la tumba los Ramiros, Ordoños, Alfonsos o Vermudos, la volverían consternados exclamando: «Para este viaje no se hubiesen necesitado alforjas». Ya no nos quedan minas ni arrestos ni fuelle y tenemos menos árboles, habitantes y diputados; pero, !aleluya!, tenemos Ave, Grial y, como subsisten la cecina, el botillo y el cocido maragato, todo lo perdido bien vale por un buen plato.

Que aproveche.
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