03/05/2020
 Actualizado a 03/05/2020
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La desescalada ha comenzado en una España a la que le queda luto por mucho tiempo. Y los sectores laborales sufren por la lenta recuperación que auguran. Todos llevan tiempo pidiendo medidas para superar el bache. Hace tres semanas el sector cultural propuso (y canceló) un ‘apagón de contenidos’ para reclamar su sitio en los planes de reconstrucción. Como siempre, esto generó reacciones airadas contra los privilegiados de la cultura y el entretenimiento. Se piensa en los actores, porque son los mejor remunerados de todos aquellos profesionales. Pero no todo el monte es orégano, ni si quiera para los intérpretes. Nuestro paisano Carmelo Gómez, por ejemplo, ha sufrido en carne la dictadura del mercado, ese gran gorrón.

He querido saber un poco más del oficio y sus circunstancias para opinar sin desfachatez. Y, como no conozco a Carmelo, llamé a un colega que interpretó con catorce años al fundador de una orden religiosa en una obra teatral. ‘Engolfado de Dios’ no se sintió en ningún momento (tampoco cuando al año siguiente se fue de cabeza al Seminario) pero reconoce que la experiencia fue la bomba y que nunca se olvidará de las caras de su madre y sus tías emocionadas entre el público. Que la dificultad era grande, el mayor taco de hojas que estudió al pie de la letra en su vida, y la salida de esa dedicación imposible por la total precariedad. La vida lo llevó por caminos no menos complicados (de los Dominicos a un calabozo militar pasando por varios quirófanos tras peligrosas caídas en moto de competición) pero si alguien tocase a su puerta mañana con un papel a su medida canalla igual hasta se tiraba a la piscina. Tal es la tentación que produce poder encogerle el corazón al personal, o hacerle explotar de la risa.

No mencionó mi colega una contraprestación del oficio: el desgaste psicológico. Lo vi con mis propios ojos en un rodaje de un corto en el que participé hace años como ayudante de dirección. La protagonista, un encanto de mujer, harta de que la azuzase con las prisas propias de mis maneras y del presupuesto cero, me cortó tajante a voz en cuello: ¡tranquilo, déjame en paz, que necesito tiempo para entrar! (en la situación anímica de su personaje, se entiende, no en la pescadería).

Los que piensen que eso era divismo actoral vean el documental ‘Jim y Andy’. Va sobre la experiencia radical que le supuso a Jim Carrey la interpretación del cómico Andy Kaufman en la película ‘Man on the Moon’. El histriónico tonto muy tonto, por método o por chifladura, fue poseído de tal manera por su personaje que reventó totalmente la convivencia con el equipo y puso en la cuerda floja el rodaje mismo y su propia salud mental.

Actuar no es fingir, actuar es subyugar el espíritu. Y eso se paga caro, tanto como caras salen las nóminas de los cómicos y barata su suscripción a Netflix.
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