02/04/2020
 Actualizado a 02/04/2020
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Cansa mucho tener el pastor puesto. Cansa, cabrea y también entristece perder esa libertad que no solemos valorar en nuestro día a día, cuando podemos abrazar a un amigo, conversar con él alrededor de una caña –o media docena– y echar de menos a los que nunca tienen tiempo para ello. Cansa y cabrea mucho. Por eso estaba dispuesto a destapar este jueves todas las vergüenzas de los tuercebotas que nos gobiernan, sacan decretos que parecen estar ideados por los hermanos Marx y confunden consenso con trágala. Estaba dispuesto a decir que nos han metido en la boca del lobo por mantener una manifestación similar a las que habrían convocado para pedir dimisiones si el color moclovita no fuese rojo y la temible crisis sanitaria se hubiese saldado con el sacrificio de un perro. Estaba dispuesto a criticar que una vez más nieguen la evidencia, como hicieron en tiempos pretéritos quienes decían que eran solo hilillos de plastilina, que no había crisis, que no arruinaban el país, que no recortaban o que no robaban nada ni sabían lo que se tramaba en los despachos de al lado. Estaba dispuesto a soltar aquí lo que la cabeza me decía y el estómago me pedía, pero por el medio se cruzaron dos maestros en esto de contar cosas y me hicieron escribir desde el corazón. Primero el ilustre Alsina se hizo eco de la historia de Toña, una abuela que sintió a distancia el nacimiento de un nieto prematuro y en riesgo de contagio de coronavirus por la infección de la madre. Luego citó al maestro Cuartango, quien piensa que «nos trazamos metas y desarrollamos una actividad febril en pos de un futuro sobre el que carecemos de garantía». Y lo hacemos a costa de olvidar el presente, que es lo único que tenemos pero lo desaprovechamos. Por eso, ahora que ya no están, se añoran los cuentos de la guerra de Basilio o las propinas y las meriendas de Carmen y Josefa. Me acordé de los míos gracias a Toña, pero son muchos los abuelos que han sufrido y sufren por sus familias y que, si caen enfermos, se convierten en pacientes de segunda. Les debemos mucho y, aunque algunos se equivoquen saliendo a la calle pese a las advertencias de sus hijos (¡las vueltas que da la vida!), es triste pensar que, si estuvieran hospitalizados, igual no tendrían un respirador.
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