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Abono de temporada

13/02/2020
 Actualizado a 13/02/2020
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Cada vez que camino sin rumbo por León ando buscando un teatro. No domino el callejero, por eso nunca pierdo la esperanza de que aparezca al doblar la esquina, que presida orgulloso la siguiente plaza. Un Calderón, un Campoamor, un Jovellanos o un Principal. Un teatro histórico del que haya que sacudirse la angustia de Hamlet antes de ocupar la butaca. Con ‘La Bohéme’ refugiada en un palco, donde resuenen las noches de gloria recitando a Lope y las viejas cantantes que un día fueron conocidas. Un teatro con platea de terciopelo para el Tenorio en noviembre, con telón a la alemana cuando suene Wagner y una majestuosa araña en el techo.

León necesita su teatro. No es lo mismo que disponer de escenarios, que alguno tiene. Un teatro es la ciudad íntima, la oscuridad que purga y que entiende. Cada sociedad se explica al ocupar los palcos y el gallinero. En los abrigos, las corbatas y los fulares habita toda la sociología. Un teatro para seguir la elegante fiesta de la cultura mientras todo se derrumbe, cuando acechen las guerras como en la Viena de ‘El mundo de ayer’ que contó Zweig.

En mi deambular errático un día terminé frente al Teatro Emperador. Aguarda en el desesperanzado y polvoriento limbo del abandono, oculto en un edificio cualquiera. Mudo sin personajes. Sordo sin público. Un emperador olvidado en la ciudad de los reyes. Los diversos proyectos de reapertura han ido devorando legislaturas (incluso alcaldes) y siguen en los cajones por aquello del mal gusto que supone hablar de dinero. Un amigo dice que si algo ha descubierto en política es que nunca hay un proyecto que no se pueda afrontar, si no falta de voluntad para encontrar cómo hacerlo.

León no puede permitirse esta ausencia. Es una urgencia cultural para el orgullo de ciudad. Para las segundas citas y lo que callan los acomodadores. Por tener hacia dónde perder los pasos. Hasta para las sobreactuadas ambiciones leonesistas.
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