17/11/2020
 Actualizado a 17/11/2020
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Sin pensar en cuánto deja abrir el ojo las legañas, cada mañana de cada año de los últimos cuantos ha sido un despertar mágico indoloro. A las 6:55 pis del Dru despidiendo a la luna que, tan educada, siempre espera por ese último hasta mañana envuelto en su primer ladrido que compartimos mi alma perruna y yo. A las 7:15 de vuelta al gimnasio, a oscuras pero con tanta luz… Y es que, uno a uno sumaban piernas los jinetes de las 7:45 que se dejaban la piel por llevar el corazón a zona cinco sobre una bicicleta sin ruedas cuando lo marcaba la cadencia de la música. Una hora compartiendo sudor y vida, haciendo equipo y completando un puzle en el que las piezas nacían encajadas. Y poco a poco esa bici consiguió mover una rueda de amistad imparable. El pedaleo conjunto marcó las huellas de los pies bajo las calas y subrayó las celebraciones con un «en el día en que naciste ha sido siempre y será…». Abríamos la puerta a Parchís los días de tarta, para compartir un soplido de velas, que sabíamos que no íbamos a apagar. Ahora me tocará soplar a mí, sin mi equipo de las 7:45 porque el bicho se ha entrometido también en esto. Los gimnasios sacan la calculadora para cuadrar el triángulo, cómo conseguir que gastos y ganancias caminen de la mano, exigiendo rebajar aforos. En un alarde de economía consciente, las 7:45 es un precio a pagar, caro, muy caro. La pandemia obliga, dicen. Los bozales no lo habían conseguido pese a poner una nueva barrera en nuestro contagioso vicio de rueda. Pero nos hemos limitado a concebir en billetes nuestro futuro y eso es algo que ni el Covid nos ha ayudado a cambiar. Y ahora la ruta de las mañanas pierde luz, aunque la gane con el cambio de hora, porque las piezas ya solo se juntan al despedir de nuevo a la luna, como recuerdo que ella ayuda a no perder. No hay problema, que yo enciendo una vela para aupar, al menos, la última parte del equipo, el 45. Vamos equipo.
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