28 de marzo de 1521: 'Jueves de la cera'

Por Máximo Cayón Diéguez

15/04/2019
 Actualizado a 14/09/2019
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La Semana Santa de León, declarada en 2002 de ‘Interés Turístico Internacional’, está vinculada a una fecha concreta: 28 de marzo de 1521, Jueves Santo. Eloy Díaz-Jiménez y Molleda, Catedrático del Instituto de León y Correspondiente de la Real Academia de la Historia, en su obra ‘Historia de los Comuneros de León’, dejó constancia de la existencia de un cortejo penitencial denominado de ‘Los Disciplinantes’, que en dicho día, ‘jueves de la cera’, desembocó en un sangriento y dramático episodio.
En aquellos tiempos, nuestra ciudad se había convertido en teatro activo de la llamada ‘Guerra de las Comunidades’. Era obispo de la diócesis don Esteban Gabriel Merino, seguidor de Carlos I. Los hechos venían propiciados por el enfrentamiento que mantenían y alimentaban dos linajudas familias leonesas, en igual medida poderosas como irreconciliables: Los Guzmanes, acérrimos comuneros, y los Quiñones, declarados realistas.

Como es dominio popular, en las cofradías de disciplinantes había hermanos de luz, que portaban hachas de cera encendidas, y hermanos de sangre, que se flagelaban sin miramiento alguno. Según se refiere, la citada procesión leonesa de ‘Los Disciplinantes’ era un espejo de austeridad. Los penitentes, que llevaban una soga de esparto al cuello se azotaban, como digo, con zumbeles de cuero brazos y espalda, y en su carne florecían, como morados lirios pasionales, los estigmas que les producía tan cruento ejercicio. El cortejo penitencial hacía estación en la S.I. Catedral. Y, allí, el referido Jueves Santo, aconteció el suceso.

«En acabándose de decir las tinieblas y saliendo del coro de la dicha iglesia, (...) pospuesto el temor de Dios y con desacatamiento del Santísimo Sacramento en cuya presencia estaban», los prebendados Andrés Pérez de Capillas, Arcediano de Triacastela, partidario del poder real, y Francisco de Lorenzana, Arcediano de Mayorga, comunero convicto y confeso, iniciaron una fuerte disputa que desembocó en tumulto y confusión. Por los asuntos de la mencionada ‘Guerra’, Pérez de Capillas faltó de palabra y de obra, en plena nave mayor, al Arcediano de Mayorga, y éste, ante la afrenta, replicó con las mismas armas. Con ello, nuestro primer templo quedó convertido en inaudito campo de batalla, dado que a ambos contendientes se sumaron partidarios de uno y otro bando, que, sin duelo, se acometieron «con espadas, broqueles y otras armas ofensivas y defensivas».
Los seguidores del monarca, mucho más reducidos en número que sus adversarios, dado el acoso a que se les sometía, trataron de escapar por la puerta de Nuestra Señora la Blanca, al tiempo que llegaba a los umbrales de la misma la procesión de ‘Los Disciplinantes’. Para lograr su propósito, hubieron de defenderse también de la multitud que a la vez penetraba por dicho acceso. Un acta del Cabildo de la S. I. Catedral recoge los detalles en estos términos: «Y, estando así en el dicho alboroto y escándalo, entró la procesión de los disciplinantes y llevaba delante de sí un crucifijo, y no teniéndole aquella Reverencia que debía, dieron muchos golpes [Pérez de Capillas y sus partidarios] en el que llevaba el dicho crucifijo y dieron con él en el suelo y de hecho le mataran si no fuera por Dios que milagrosamente le quiso remediar…».

‘La Guerra de las Comunidades’ había desatado en el fuero de las conciencias tal grado de delirio y excitación, que, como cuenta Díaz-Jiménez y Molleda en la mencionada obra, un grupo de hombres «capitaneado por el prior de Santo Domingo, Fr. Pablo de Villegas, se apoderaba a viva fuerza del palacio de los condes de Luna, a pesar de la resistencia de la servidumbre, y apresaba al teniente de las Torres, arrebatándole las armas que tenía en su casa para su guarda y defensa». Y es que, al parecer, el citado prior, si bien era un sabio y austero religioso, estaba tan comprometido con este movimiento que «ya desde la cátedra sagrada, ya en la plaza pública, no cesaba de ensalzar la causa de los Comuneros».

Después de lo expuesto, señalemos que si en el citado cenobio, al cual debe su nombre la plaza más céntrica de la ciudad, tenían enterramiento los Guzmanes, y allí fueron erigidas las cofradías de Nuestra Señora de las Angustias y Soledad, el 9 de febrero de 1578, y del Dulce Nombre de Jesús Nazareno, el 4 de febrero de 1611, hoy radicadas en la parroquia de Nuestra Señora del Mercado y del Camino, la Antigua, y con sede en la iglesia de Santa Nonia, la rama primogénita de los Quiñones tenía el suyo en el monasterio benedictino de San Claudio, y otra rama de éstos en el convento de San Francisco el Real.

Posiblemente, aquella procesión de ‘Los Disciplinantes’ propició la fundación de la primera de las agrupaciones penitenciales en nuestra ciudad, esto es, la cofradía de Nuestra Señora de las Angustias y Soledad, erigida canónicamente, como he dicho, el 9 de febrero de 1578 en el mencionado convento de Santo Domingo, ateniéndonos al capítulo primero que «trata de cómo esta Santa Cofradía ha de hacer procesión de disciplina y penitencia, los Viernes Santo de cada un año», donde puede leerse textualmente: «Primeramente hordenamos y establecemos, que cada Viernes Santo de cada año para siempre jamás, a las ocho oras de Prima noche, esta santa Confradía haya de hacer e haga una Procesión de Disciplina […] y la dicha procesión la rijan y goviernen el nuestro Abad y Oficiales y las más personas que ellos nombraren, e queremos que ninguna persona sin licencia de los nuestros oficiales se entremeta a regir en las Procesiones que esta Santa Confradía hiciere…».

Pérez de Capillas, provocador del suceso, fue condenado, por los canónigos nombrados por el Cabildo para juzgar los hechos, «a comprar dos candeleros de plata, con sus velas, para alumbrar al Santísimo Sacramento, y a ser desterrado de la ciudad; si bien esta última pena le fue alzada en consideración al estado de guerra por que atravesaba España».

«Aislada en su lonja, como una maqueta sobre su pedestal, recortando sus pináculos sobre el limpio cielo de la Meseta o firme bajo el cierzo invernal, se alza la más perfecta catedral gótica de España». El proverbio escolástico la califica de ‘Pulcra’, que no es sólo bella, sino pulida, exquisita, y el humanista Lucio Marineo Sículo dice que este templo ‘en artificio y sotileza sin duda tiene ventaja a todos’. ¡Y eso que la época no era la más propicia para admiraciones medievales! Estas bellas palabras de María Elena Gómez-Moreno, dedicadas a nuestro primer templo, no necesitan elucidación alguna.

La Puerta del Cardo, realizada por Juan de Badajoz el Viejo entre 1514 y 1517, da paso, desde el deambulatorio, al altar mayor de la Pulchra Leonina. Enfrente, se encuentra la capilla del Calvario. Su retablo renacentista tallado por Juan de Balmaseda en 1524, fue donado con cargo a su peculio particular por el antedicho Arcediano de Triacastela, Andrés Pérez de Capillas, protagonista en aquella jornada del 28 de marzo de 1521 del lamentable suceso que hemos referido. Allí, el citado Arcediano de Triacastela, bajo una losa de la señalada capilla, que reproduce su efigie, aguarda la resurrección de la carne.

Este retablo se completó dos años después, en 1526, por el mismo Juan de Balmaseda con la incorporación de los cuatro evangelistas con sus respectivos símbolos. A título de curiosidad, subrayaré que San Lucas, situado en el cuerpo superior derecho del citado retablo, lleva unos quevedos.

Dentro de dos años se cumplirán cinco centurias de la celebración de aquella procesión de disciplinantes. Gracias a las actas catedralicias, es la primera referencia documental que ha llegado hasta nosotros de la puesta en escena de un cortejo penitencial en nuestra ciudad.

Máximo Cayón Diéguez es cronista oficial de la ciudad de León.
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