Trenes y literatura

César Pastor Diez
20/05/2017
 Actualizado a 12/09/2019
No teniendo que acudir ya a la Escuela del Cid, me iba muchas veces a la estación de ferrocarril de León y siempre que podía me colaba hasta los andenes y allí me sentaba en uno de los bancos, bajo su enorme marquesina roja, con el único objeto de ver pasar los trenes, que en aquel tiempo era para mí un espectáculo atractivo y gratuito. Por entonces, León era un importante nudo ferroviario al bifurcarse el tendido hacia Galicia y hacia Asturias. Me gustaba ver las máquinas de vapor a su entrada en la estación cuando el maquinista y el fogonero sacaban por las negras ventanas sus cabezas tiznadas de cisco. Pero sobre todo me encantaban aquellas gigantescas locomotoras llamadas «pasamontañas», como la Santa Fe, con sus enormes ruedas motrices pintadas de rojo, sus juegos de bielas, sus ensordecedores resoplidos y las nubes de vapor que descargaban sobre los andenes. Y sentía envidia de las personas que tenían la suerte de viajar y que al detenerse el tren en la estación leonesa asomaban sus rostros por las ventanillas.

Otros motivos que me guiaban a la estación eran literarios. Desde muy jovencito me había obsesionado por ciertas obras literarias cuyo argumento transcurría a bordo de trenes, empezando por ‘El tren expreso’, de Ramón de Campoamor, ‘El misterio del tren azul’, de Agatha Christie, y sobre todo ‘La esfinge maragata’ de Concha Espina.

Confieso que quizá no eran obras muy aptas para mi edad, pero tal vez esta circunstancia las hacía aún más tentadoras. De todas aquellas obras, la más atractiva era, desde luego, ‘La esfinge maragata’, por desarrollarse en gran parte en territorio leonés. Este era el primer atractivo de aquella obra, pero tal como iba leyendo encontraba otros atractivos poderosos, como su exquisita calidad literaria y su riqueza idiomática. Concha Espina manejaba un vocabulario riquísimo y desconocido por el gran público, y a mi edad yo tenía que leerla con un diccionario al lado. Todo el asunto argumental gira en torno a una adolescente maragata que viaja en invierno con su abuela en un tren sin calefacción y que se enamora de un joven que viajaba en el mismo departamento, pero a ella, siguiendo la tradición, ya le habían asignado un marido en la familia extensa. Concha Espina, perteneciente a la alta aristocracia santanderina, esposa de Ramón de la Serna y Cueto, trata de pobretones y famélicos a los habitantes de las tierras leonesas, como si en su tierra, sobre todo en las comarcas de la montaña, siempre hubieran atado los perros con longanizas. Léase ‘El jándalo’, que trata de los mozos cántabros que tenían que emigrar a Andalucía para ganar algún dinero durante unos años y regresar a su tierra. La propia Concha Espina, en algún momento de su vida vio esfumarse toda su hacienda familiar y tuvo que marchar a Sudamérica para sobrevivir publicando sus poesías y sus cuentos en algunos periódicos. Esto no afecta a la admiración que yo siempre he sentido por los escritores cántabros, empezando por el Marqués de Santillana (aunque nacido en Carrión de los Condes), autor de unas ‘serranillas’ que estudian todos los chavales en el Bachillerato; siguiendo por Menéndez Pelayo (el de ‘Los heterodoxos españoles’) y el gran José María Pereda cuyas obras completas conozco al dedillo, desde ‘Escenas montañesas’ hasta ‘Sotileza’. También estaba en mis preferencias la propia Concha Espina, una admiración que me venía no de ‘La esfinge maragata’ sino desde que muy jovencito leí su obra corta ‘Espírita’ –sustantivo femenino de espíritu–, una especie de leyenda onírica que me cautivó por su inusitado romanticismo.

Pero sigamos con las locomotoras. Aquellas «pasamontañas» llegaban hasta Busdongo, que era una simple pedanía de Villamanín pero que tenía gran importancia ferroviaria porque hasta allí llegaban las máquinas «pasamontañas», las cuales, si arrastraban un tren de mercancías, seguían hacia Asturias a través del túnel de la Perruca que enlazaba con otra serie de túneles con un total de 25 kilómetros atravesando bajo tierra el Puerto de Pajares. Pero si llevaban un tren de pasajeros, las «pasamontañas» se quedaban en Busdongo y allí acoplaban al tren una locomotora eléctrica para evitar que los pasajeros se asfixiasen en los túneles con el humo de las máquinas de vapor. Cuando salían al paisaje abierto ya se encontraban en Asturias (Puente de los Fierros, Campomanes, Vega del Rey, La Cobertoria-Pola de Lena…). Hoy día se han abierto o se están abriendo nuevos túneles para el paso de trenes de alta velocidad hacia Asturias, que serán más cómodos y más rápidos, aunque menos poéticos. ¡Ay, si yo pudiese recorrer ahora aquel mismo itinerario en tren desde León hasta Oviedo y Gijón, aunque fuese en un vagón de tercera y sin calefacción, como el de la esfinge maragata!
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