22/07/2017
 Actualizado a 17/09/2019
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La televisión a menudo acoge fuegos fatuos, pero también suele convertirse en una suerte de pira funeraria. El verano, por ejemplo, comienza con dos retransmisiones de tono crepuscular: el Tour de Francia y los encierros de San Fermín. Ambos acontecimientos convocan mundos que agonizan. Por ese motivo, de ambos interesa cierta literatura elegíaca, lo que se dice de ellos a título póstumo. No siendo aficionados, disfrutamos con las necrologías que los glosan, con ese aire épico y algo montuno que los convierte en una odisea acontecida a las cinco de la tarde. Léxico que desconocemos y sentidos que se escapan en su plenitud componen, en boca de buenos narradores versados en el tema, la cualidad de un cantar de gesta. Pero no es suficiente, por supuesto. También gustan las crónicas bélicas o la novela negra.

Hace años que el ciclismo gestiona sus sombras y se cimenta sobre el firme resbaladizo y empinado de lo callado acerca de los triunfos de los titanes de antaño. Y las carreras callejeras de mozos y bóvidos, contra lo que pudiera parecer, certifican el declive inapelable de las corridas de toros. De hecho, vemos en el encierro todo lo contrario, la ocasión en que los posibles heridos participan voluntariamente.

La ‘fiesta nacional’ pertenece a una nación que se desvanece. Y sin embargo, hay quien se empeña en su defensa, incluso gastando dineros públicos. Argumentos como el de la tradición tienen la misma utilidad que un reproductor de cintas VHS. Las tradiciones cambian, mueren, desaparecen; y si no lo hacen a tiempo, se convierten en barbarie, zafiedad o estorbo. También se suele recurrir a citar las manifestaciones culturales que, desde antes de Minos hasta las rave parties de Paquirrín, ha propiciado la estética taurina. Esto es como pedir la vuelta de los martirios que relatan las hagiografías católicas. De poco sirve que guste (cada vez a menos) o que se dulcifique (como en Portugal). Y respecto al hecho de que el toro se críe para tal fin, y pueda desaparecer en caso contrario, eso solo revela un tipo de planteamiento hacia tan gallardo animal. Cientos de especies amenazadas e ‘inútiles’ demuestran que nadie pretendería tal cosa. Al fin, la ecuación, de tan simple, se resuelve pronto: infligir daño a un ser vivo hasta la muerte no puede ser un espectáculo. El debate concluye ahí. Ahora solo queda que concluyan la inercia, las pataletas, la airada y añeja pose de quienes no entienden el signo de los tiempos, el progreso de los hábitos y de la forma de pensar. Mientras tanto, puede seguir emocionando que ciertos tropeles corran de madrugada delante de toros y morlacos en las adoquinadas y curvas calles del casco viejo pamplonica, pero tal cosa será tan solo el último hálito de una práctica antaño lucida y excitante, ahora, sobre todo, indigna e indignante. Ya lo resumía El Fary, intelectual del ramo, con evidencias de peso: el torito guapo tiene botines y no va descalzo.
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