03/05/2017
 Actualizado a 14/09/2019
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No sé por qué, pero desde joven –vamos, desde la prehistoria– he adoptado títulos de libros –no siempre por mi aprecio por su contenido– como resúmenes de personales sensaciones, concepción general de algún aspecto del vivir o como sosegadora muletilla ante la pasión de alguna sorpresa en lo cotidiano. Así, por ejemplo, uso ‘El lindo don Gato’ –primera obra teatral infantil de Alejandro Casona escrita para las Misiones Pedagógicas– para amansar mi temperamento ante los efectos de alguna trastada de a saber cuál de los dos gatos con que convivo. Es difícil pillarles in fraganti y dominan la gestualidad de la inocencia, y más, a poco que noten mi discreto arrimo al lugar de la travesura.

Cansado de decepciones –esto sin tragedia alguna, que suelen responder a esperadas satisfacciones– y descubierta la generosidad de la vida para con quien, rendido a la inutilidad de los guiones ensoñados o idealizados para la propia existencia, se entrega a la sencilla vivencia y degustación de lo bueno llegado y por venir adopté el título de la primera novela (1960) de José Luis Martín Vigil y suya por mí leída, ‘La vida sale al encuentro’. Y así, más de una vez abandono planes, a conciencia trazados para mi personal tiempo disponible, y me rindo voluptuoso y gozador –vividor, diría José Luis Sampedro– a las situaciones que la generosa vida regala a hora inesperada, en estación poco propicia, en lugar nada idóneo, con personas insospechadas, con paisajes o detalles sorprendentes. Recuerdo cómo –siendo yo ‘pisapraos’ o senderista que hoy se diría– la primera vez que la empleé fue en contestación a los reproches recibidos a mi pregunta sobre si el regreso se haría por el mismo camino ya que me apetecía quedarme a contemplar unas vacas que cerca, en una arboleda, pastaban felices y hermosas conformando un, para mí, tiempo y espacio irrenunciables.

Viene todo esto a que hoy, menos joven, me siento uno de aquellos ‘Jóvenes a la intemperie’, del ensayo de Jesús Torbado sobre la juventud de entonces (1971). Ya lo usé cuando en ella me sentí por el cierre de otros ‘refugios’ de vario horario (Venecia, Milán, Lisboa, Berlín). Pero es que, desde hoy, para mí, ya siempre será miércoles a la hora de compartir amistosamente una caña, un vino, una comida o cena, sin la visual complicidad, sin el aparente hermético humor, sin la profesional atención de José, José Luis Rodríguez, en su Mesón del Burgo. Sí, hoy me quedo más a la intemperie. La vida y sus desencuentros. ¡Salud y suerte, don José!
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