22/01/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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La semana pasada dediqué este mismo espacio al informe La lectura en España 2017, que acaba de elaborar la Federación de Gremios de Editores y que pone de manifiesto que el interés por la lectura en nuestro país es paralelo a las temperaturas de estos días. Lo que no me esperaba entonces era que un elevado número de las opiniones publicadas sobre las conclusiones del informe coincidiese en culpar del problema nada menos que al Gobierno. Tal cual, si usted está entre ese 40% de españoles que no abre un libro ni por curiosidad, no se preocupe y siga así, la culpa es de Rajoy o de Zapatero, y en último término siempre de Franco, por lo que será al Estado a quien competa solucionarlo. Instálese en la incultura y protéjase, para no tener que esforzarse por salir nunca de ella como hicieron otras generaciones, con la vacuna perfecta de la irresponsabilidad.

No hay más que echar un vistazo a la actualidad para darse cuenta de que es precisamente la irresponsabilidad, más que la incultura, el signo de los tiempos. La justicia europea acaba de declarar que un ciudadano mayor de edad y en pleno uso de sus facultades mentales que firma un préstamo hipotecario que le vinculará durante buena parte de su vida, no tiene por qué leer ni comprender lo que firma, podrá apartarse de las cláusulas que le perjudiquen sin consecuencias. La justicia española acaba de establecer que una descerebrada que participa en el asalto a una capilla injuriando y amenazando a quienes celebran misa pacíficamente, no tiene por qué preocuparse, su fervor juvenil no tendrá consecuencias. Lo mismo han dicho nuestros jueces del malnacido que se mofó en Internet de las víctimas del terrorismo, es sólo mal gusto, sin consecuencias. Y ahora el Tribunal Supremo acaba de decidir abrir juicio oral contra un tal Homs que actuó contra una prohibición expresa del Tribunal Constitucional impulsando desde el poder un referéndum ilegal. En el improbable caso de que haya condena, será inhabilitado para cargo público y, por tanto, condenado a perpetuidad a pegarse la gran vida como consejero de alguna de las grandes empresas del corruptísimo entramado nacionalista. Sin consecuencias y con premio.

Con una razón política siempre al fondo para justificar nuestras rabietas y un Estado al que culpar de todos nuestros problemas y carencias, cada vez nos parecemos más al niño quejoso y maleducado al que todo le es debido y por cuyos actos siempre responderá otro, pero que nunca entenderá que sin responsabilidad no es posible ser libre.
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