Será por imaginación

Fulgencio Fernández y Mauricio Peña
15/12/2014
 Actualizado a 26/08/2019
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El rastro, cada rastro o rastrillo en cualquier pueblo, es un derroche de imaginación. O de supervivencia. O de arte en el trato.
Escucha al vendedor. Si no le crees deberías comprar por el arte que le pone: «¿Frescas las lechugas? ¿No ve que hoy vine un poco más tarde? Las estuve arrancando antes de venir».
- ¿Y esos calzoncillos?
- Son los que usa el príncipe Alberto de Mónaco pero, como no era cosa de inutilizarle el culo, pues le hicimos una reproducción en madera.
No será verdad pero bien lo merecía.
¡Y cómo aprovechan el espacio! Si no fuera porque los ministros no pisan estas baldosas uno bien creería que aquella ministra de Vivienda, la ‘olvidable’ María Antonia Trujillo, cogió la idea de los pisos de 25 metros cuadrados mientras compraba en el rastro.
¿Qué compraba? Hasta ahí no llego, seguramente algo de lo que explicaba la histórica canción sobre los vendedores del rastro madrileño: «Se revenden conciencias / y compramos la piel; / le cambiamos la cara, / le compramos a usted. / Y si quiere dinero / se lo damos también, / usted lo da primero / y nosotros después».
No está claro que la ministra entendiera nada, no está claro que ningún ministro entienda nada de lo que se dice en el rastro, pero Emilio Botín, que ya tendrá a Dios a su derecha, lo cogió a la primera.
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