03/10/2015
 Actualizado a 16/09/2019
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Nacer en un determinado lugar no conlleva mérito alguno. Ni orgullo, ni oprobio, ni demás enardecimientos. Ser de un sitio es cuestión de azar, nada cuenta la voluntad al principio, poco el deseo al cabo. Aunque se haga el bachillerato en un lugar geográfico, la nación de uno la componen quienes sintonizan con nuestra forma de ver el mundo, estén donde estén. Se trata de una nación etérea, desperdigada, infiel.

Vivir en un mismo lugar, por dilatado que sea el período de tiempo, desarrolla los cauces del ensimismamiento. Vivir errante, los de la concentración. Quien afirma que lo de aquí es mejor que lo de allí sólo exhibe ignorancia de lo de allí. Y de lo de aquí. No hay tierra mejor que otra, aunque sí la hay más mancillada. Cuando la tierra ha sido ultrajada, son los hombres quienes cargan ese oprobio; las naciones, más concretamente.

De la misma manera que uno no es responsable de los actos de su padre, poco puede sentirse orgulloso de los hechos históricos. Todo lo más, avergonzado. Como sucede con los dioses, banderas y símbolos son objetos inertes con los que hacemos lo que nos viene en gana. Novan a contrariarnos, no nos decepcionan, ni nosotros a ellos. Son otros quienes lo hacen: contra ellos alzamos banderas y símbolos, y dioses. El nacionalismo (como la religión) en su forma colectiva ha provocado básicamente enfrentamiento e incomprensión a lo largo de la historia. En su forma individual, supone un sucedáneo de camaradería que resulta lenitivo para individuos poco exigentes. En su forma radical, llega a tornarse una suerte folclórica de racismo. A menudo, no tan folclórica.

El nacionalismo huye de definiciones y explicaciones, pues cuando las da, germinan nuevos nacionalismos que no están de acuerdo con ellas. El nacionalismo no da de comer (salvo a los que lo lideran), y no resuelve problemas, los desatiende. Regionalismos, y otras formas depauperadas, son igualmente ridículos. Son opiniones, cada cual tendrá las suyas: su nación.
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