01/05/2022
 Actualizado a 01/05/2022
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Secretos oficiales, inmunidades, aforamientos… todo eso que tanto ardor inflama en el Parlamento, en editoriales y en declaraciones cruzadas. Sin menospreciar la importancia de cada uno de esos asuntos, lo cierto es que cuando la política oficial se enreda en tales materias crece la distancia que a todos nos separa de ella. No porque no valoremos la necesidad de luz, de transparencia y de rigor en el ejercicio público, sino porque son conceptos que, aplicados en sentido estricto y hartamente mareados, apenas si son nuestros. O no son sentidos como parte de nuestra cotidianidad. Salvo los secretos.

Ahora bien, nuestros secretos no son oficiales ni falta que hace. Son privados y bien privados, particulares como el patio de nuestra casa. Antiguamente, no tanto hoy, se solían relatar al confesor y para ello se inventó el secreto de confesión, para que uno pudiera compartir en los justos términos su clandestinidad sin temor a la divulgación. Porque, no nos engañemos, un secreto sólo llega a esa categoría cuando inevitablemente se lo cuentas a alguien. Nadie mejor en tal caso que un casto sacerdote. Aunque hoy en día lo reservado se comunica mucho más en las consultas de psicología, donde, desórdenes mentales aparte, desemboca buena parte de nuestro existir oculto e inconfesable. Basta enunciarlo ante la persona especialista para sentir alivio.

¿Cómo se puede por tanto soportar un secreto, por muy oficial que sea, sin compartirlo de algún modo? Es algo inherente al secreto mismo. Para verificarlo, podríamos preguntar a cualquiera que nos crucemos por la calle si sabe o no que en España alguien espía a alguien. A partir de ahí bastaría con tirar del hilo hasta donde quisiéramos llegar. Francamente y sin caer en paranoias, yo sé, como lo sabe todo hijo de vecino a estas alturas de la película, que soy escuchado, monitorizado, rastreado, observado, grabado… y que, por fortuna, Musk, Zuckerberg y Bezos han venido a este mundo para garantizar mi intimidad. ¿O es al revés?
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