18/04/2015
 Actualizado a 08/09/2019
Guardar
Quizás uno de los últimos misterios que las ciencias sean capaces de esclarecer consista en explicar por qué ciertos acontecimientos perduran en nuestra memoria y otros se desvanecen para siempre. No me refiero, por supuesto, a aquellos instantes que nuestra voluntad se empeña en preservar a toda costa, a veces sin mucho éxito pese al auxilio externo de artilugios que apuntalan la ruina del recuerdo, como las fotografías. No hablo de las vivencias que consideramos dotadas de una especial significación, que creemos otorgan sentido a nuestra vida o la hacen tolerable. No. Me refiero a esos lapsos fugaces, a esas imágenes, sensaciones e impresiones que, con enigmática obstinación, se instalan en nuestra retentiva y son capaces de aparecer sin una lógica que lo explique, en el momento menos esperado, incluso años después, pues se dirían instalados fuera del tiempo y para siempre entre lo que nuestro cerebro ha seleccionado para ser como somos, sin pedirnos permiso. A veces son detalles triviales, instantáneas vacías, canciones que ni siquiera nos gustan, ecos absurdos, olores ásperos o sabores amargos... consisten en una maraña aleatoria, y ridícula si pensamos en ella, de circunstancias y situaciones, que más allá de su posible ilación, se han salvaguardado como meros fotogramas sueltos sin sentido para nosotros y menos aún para quien pudiera observarlos...

Al menos, la arquetípica magdalena de Proust iniciaba un torrente narrativo que sopesaba toda una vida. Pero nada la explicaba a ella, porque ¿quién instaló y por qué esa espoleta? ¿Cuál es su sentido? A no ser que, precisamente, su cometido sea ese: servir de asidero al relato de nuestra vida, de una vida que ya no recordamos más que por esos absurdos y frágiles instantes que nada dicen si no los convertimos en fábula, en una explicación tan legítima como farsante. Quizás sólo se trate de unas perlas desparramadas que de nada sirven si no somos capaces de ensartarlas con el hilo de un collar.
Lo más leído