Prender la lumbre

07/12/2016
 Actualizado a 15/09/2019
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El agua será la vida, pero el calor también, o más. En los tiempos del pertinaz frío prender la lumbre cada mañana era arrancar la vida, era calentar la cocina, salvar los pies de la muerte al calzar aquellas zapatillas que se habían calentado en el horno, era poder lavarse con aquellos tanques de agua hirviendo que bullían en el pequeño depósito de la esquina de «la bilbaína», era sentir el aroma del guiso que se iba haciendo a fuego lento alejado de la corra roja del centro, era calentar durante todo el día aquella piedra que envolvías en un trapo al acostarte para colocarla en los pies al entrar en aquellas sábanas heladas en las que dibujabas el contorno de tu cuerpo y no te movías en toda la noche. Hasta que la abuela volvía a prender la lumbre al amanecer y sabías que ya podías salir corriendo hacia la cocina, hacia el calor, hacia la vida arrancada al frío.

Y aquellas cocinas o las pequeñas estufas le robaban vida al frío en las viejas escuelas, en los bares, alrededor de las que se colocaban unos minutos todos los clientes antes de sentarse en sus mesas habituales para iniciar el rito diario de la partida.

Pedirles ahora a los grandes estadistas que hacen las cuentas del carbón que quema una térmica o los protones que consume una central nuclear que también tengan en cuenta las lumbres que no se prenden al cerrar las minas es una utopía estéril. Y no soy muy de pedirle peras al olmo.
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