29/06/2017
 Actualizado a 14/09/2019
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Nunca he sido ágil, pero la llegada del verano me anima a hacer más ejercicio y a pasear por las montañas redipollejas para llenar los pulmones del aire puro que no se suele respirar en oficinas y despachos.

Ver que el pueblo se va llenando de gente y que vuelve a haber quórum suficiente para echar un mus da vitalidad a cualquiera pese a saber que se trata de un espejismo que cobra forma de oasis estival en medio del desierto de la despoblación.

En todo caso, la ilusión del primer día que cortas el césped después del largo invierno, hinchar las ruedas de la bicicleta, meter las botellas de vino a enfriar para la hora del aperitivo... Son cosas que hacen que uno ande más ágil en el inicio del verano. Quizá también ayude que es ahora cuando nos desembarazamos de la pesada mochila de los impuestos, porque desde el uno de enero hemos trabajado para sostener la cosa pública y dar gusto al inefable ministro vampírico, ese que sigue en su pesebre pese al revés judicial por salvar a los que se hacían los suecos al cumplir con sus obligaciones fiscales.

Vuelvo al surco, que ya me esnorté y yo quería hablar hoy de la vitalidad que da el inicio del verano, ya que las vacaciones son lo más parecido que hay a vivir en el pueblo, un objetivo igual de anhelado que de inalcanzable, porque la decadente situación de las zonas rurales no se resuelve con discursos pronunciados desde elevadas tribunas, sino pisando el terreno y ayudando a una sociedad que debe pelear mucho más por lo que tiene.
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