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Los premios literarios

José Luis Gavilanes Laso
25/06/2017
 Actualizado a 13/09/2019
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Esto que afirmo se lo oí decir en el tanatorio de Eras de Renueva a un Victoriano Crémer autorizado por muchos lustros de práctica literaria, con motivo de la muerte del admirado gran contador de historias Antonio Pereira. En un alto porcentaje de casos, Crémer dixit, no estar avalado por el enchufe, el corporativismo, la recomendación o la endogamia suele ser tan eficaz para obtener un premio literario como –y esto lo añado yo– la probabilidad de pescar besugos en el Bernesga, (aunque, dicen, en las orillas, haberlos, haylos).

En casos concretos como, por ejemplo, el premio de periodismo ‘Miguel Delibes’, me convencí de que no se puede competir con los del gremio. Si lo haces, o eres un fuera de serie (que no es el caso) o lo más que puedes conseguir es que te exoneren y perdonen por algo parecido al allanamiento de morada. Lo que funciona a la perfección es el do ut des corporativo. Dada nuestra condición de advenedizos aún no ungidos ni bendecidos, los foráneos colaboradores circunstanciales fuera de plantilla no tenemos otra consideración de que lo importante es participar.

Ahora voy a contar lo que me sucedió con un cuento que saltó de mi imaginación y fue a parar a un concurso convocado hace años por la concejalía de la mujer en el Ayuntamiento de León. En resumen, el contenido era el siguiente. Una afinadora de pianos defiende su competencia profesional frente a un músico africano incrédulo y supersticioso, que la ha requerido para poner a punto su desvencijada pianola y que, por cultura y tradición, tiene una imagen de la mujer, siendo benévolos, manifiestamente mejorable.

Esta ficción de la afinadora de pianos y el pianista africano receloso de que la mujer pudiese desempeñar otras funciones fuera de cuidar cabras, limpiar cazcarrias y perpetuar la especie, encajaba perfectamente en el premio convocado sobre la situación social, política y económica de la mujer en el mundo. Hasta el año anterior sólo podían concursar damas, pero en ese año se habían abierto las puertas a los caballeros. Yo no podía desaprovechar una oportunidad tan pintiparada que, aunque falto de recomendaciones, se jugaba en casa.

En vísperas de fallarse el premio, bien dotado económicamente y con dos accésit, recibí un correo electrónico invitándome al acto de entrega. Me extrañó que, en el supuesto de haber sido galardonado, no me lo hubiesen comunicado telefónicamente. Pero, dije para mí, sin que nadie pudiese replicarme sacándome del error:

–Se convoca a todos los finalistas para entregarles los premios en un ambiente de emoción y de suspense.

Había caído una gran nevada y dos miembros del jurado, una famosa escritora domiciliada en Madrid y un escritor leonés residente en Valencia, no pudieron asistir. Adelantando el dinero que iba a ingresar por, al menos, uno de los accésit, minutos antes de que se abriese la sesión, me compré una gorra visera de cuero que me costó un pastón. El acto tuvo lugar en una sala de la vieja sede del Ayuntamiento en la plaza de San Marcelo, decorada con grandes carteles de reyes y significados literatos leoneses. Nada más entrar respirábase un acusado olor a pescado ya cocido. En las primeras filas estaban ubicadas varias damas. Leído el protocolo, entre ellas se encontraban las tres ganadoras. Las restantes debían ser las damas de honor. Ningún varón, pues. Uno de los accésit recayó en una empleada del propio Ayuntamiento. Oído por entero el relato ganador, una ‘conmovedora’ historia de mininos o mininas, sorprendentemente no percibí en la gatomaquia nada que tuviese que ver con la feminidad ni con el feminismo. Para cerrar la sesión había dispuesta una mesa con bebidas y pinchos. Quise marchar de allí como alma que la lleva el diablo, pero cotejando ese deseo con un Bierzo o un Prieto Picudo para enjugar el mal trago, decidí quedarme unos minutos. Tiempo que fue aprovechado por la concejala –que, dicho sea de paso me había lanzado varias miradas curiosas desde mi entrada en la ‘pescadería’– para preguntarme quién era yo, pues debía ser el único delfín desconocido de la concurrente fauna femenina. Una vez me hube identificado, le pregunté por qué había sido llamado, o lo que es lo mismo no expreso, qué demonios pintaba yo en aquel cuadro de honoríficas damas. Con el fin de animar más un acto que, a causa del mal tiempo, se temía sólo asistido por los premiados, la concejalía de la Mujer había pedido a sus compañeros de Cultura nombres de escritores locales que pudiesen hacer bulto para dar más empaque a la ceremonia. Enterado de la honrosa distinción que me concernía, no pude retraerme en confesar a la concejala –no me contengo, una morenaza con unas nalgas voluminosas como una noche germinadora– mi doble papel de invitado y concursante frustrado. La concejala se quedó un tanto perpleja por lo segundo, pero reaccionó en seguida:

–Ah, muy bien, muy bien, inténtelo de nuevo el año que viene–. Mientras me daba la espalda con una Coca-Cola en la mano e inflados los mofletes con un gran trozo de tortilla.

Para el colmo, tuve que volver a la sala de trofeos al día siguiente a recuperar la gorra visera recién comprada y olvidada por falta de costumbre en una de las butacas.

Pasaron unos cuantos meses. Para culminar mi infortunio, un día, no sé por qué razón, Eolo estaba tan enfurecido, que la tomó conmigo en el puente de San Marcos, arrebatándome con furia de un sólo soplido la gorra visera que, planeando suavemente, acabó cayendo para siempre en las frías y crecidas aguas invernales del Bernesga. Mi disgusto se vio coreado por las risas estúpidas de un par de viandantes femeninas que apuntaban a la gorra que volaba y volaba como una garza para estrellarse contra la corriente. Siempre hay personal para disfrute de las causas perdidas o desgracias del prójimo. Ya lo dejó muy claro Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo: «La felicidad es la agradable sensación producida al contemplar la desdicha ajena».

Y ahora hablemos de mi primer laurel literario, que no fue ni con un relato ni con un cuento sino con un poema. De paseo una tarde por el parque de Quevedo observé un pequeño cartel pegado en la puerta de la casita de la asociación de vecinos con las bases de un premio de poesía con nombre de mujer. Al leerlas, lo que más me llamó la atención fue que, además de las cláusulas de extensión, plazo, etc., constaba la obligatoriedad de introducir en el texto las palabras «amor» y «árbol». Había compuesto yo hace tiempo un poema que habla de la soledad en un frondoso parque donde cada uno de los mortales que lo transita está sumido en sus asuntos, absolutamente ajeno a lo que ocurre a su alrededor, inmutable a los gritos desgarradores de quien busca ansiosamente compañía. Cuando me comunicaron por teléfono que había obtenido el premio, me enteré que el creador y mecenas del mismo era un humilde jubilado ferroviario que acababa de enviudar. Se le ocurrió que el mejor homenaje que podía rendir a su difunta esposa era convocar un premio que tuviese el amor y la naturaleza, tan frecuentemente vulnerados por la violencia de género y los incendios forestales, como requisito obligatorio. A este propósito destinaba íntegra su modesta paga extraordinaria del mes de julio y la entrega de un diploma confeccionado por él mismo. Nunca vi mejor cariño póstumo. El dinero lo gasté, pero guardo el diploma como se merece en el rincón más sagrado de mi hogar y el gesto en la parte más sentida de mi alma.
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