Los grajos de la Catedral y otras cosas de León

César Pastor Diez
08/04/2017
 Actualizado a 11/09/2019
Una de las escenas que en mi ciudad me llamaban la atención eran las bandadas degrajos que revoloteaban en torno a los cimborrios de la Catedral y que a pesar de su negro plumaje y de sus hoscos graznidos no me resultaban antipáticos porque yo los veía como si danzaran un ensayado minué en honor de las góticas agujas catedralicias donde ellos encontraban cobijo. Supongo que durante la mañana saldrían al campo a cazar y llenar el buche y luego regresarían a su cuartel general en el campanario para ‘amenizar’ con sus roncos berridos las apacibles tardes leonesas. Eran ya casi ciudadanos de derecho de la capital. Pero cabe pensar que los bisabuelos de estos córvidos debieron de salir huyendo de la quema cuando en mayo de 1966 ardió el maderamen de la techumbre catedralicia. La pregunta es si volvieron los grajos a su gótico hábitat o si nos abandonaron para siempre.

Y hablando de la Catedral. Había un pintor preciosista leonés llamado Saturnino Martín de la Madrid; era mi tío, el padre de Angelita. Estuvo largos años presentando exposiciones de su arte en todos los países de Hispoanoamérica. Tras volver a España me visitó y estuvo unos días en mi casa de Tarragona. Regresaba a su país como los antiguos indianos, con el cabello blanco, contento de lo conseguido, pero lamentándose de su vejez (recordemos la zarzuela ‘Los gavilanes’, del maestro Guerrero, o el precioso zortzico ‘Maitechu mía’, sobre todo cantado por Alfredo Kraus). La anécdota es que en cierta ocasión se hallaba Saturnino con su caballete, su banqueta plegable y sus bártulos pintando del natural la Catedral de León, y, como siempre, tenía detrás un grupo de mirones. Entonces se le acerca un señor de aspecto distinguido y le dice: «Cuando tenga acabado este cuadro se lo compro por la cantidad que usted me pida». Pero el pintor le contestó: «Este cuadro no está en venta; es un regalo para cierta persona». El hombre insistió: «Cinco mil, diez mil, quince mil; lo que usted quiera». No hubo trato. Aquel cuadro al óleo sobre tela titulado ‘La Pulchra Leonina’ permaneció durante años en una sala de tía Micaela; cuando ésta murió lo heredó Angelita, y ésta lo cedió en testamento para mi primo Ciriaco, que se hizo cargo del cuadro que ahora decora un lienzo de pared de su casa en Reus. Ciertamente es un precioso cuadro. Tiene magnetismo por la gracia y elegancia de sus líneas y el inteligente y desbordante uso del color. Saturnino pintaba sujetándose a un bello ideal incorruptible y lleno de excelsitud, con una particular visión del mundo que en muchos puntos era contemplativa, absorta y sumergida en el escenario natural. No me extraña que aquel señor, sin duda entendido en pintura, se prendase de él cuando aún estaba por acabar. Los límites de este artículo periodístico no me permiten un análisis más extenso de aquel cuadro. Pero se trata de una obra digna de exponerla de manera permanente en cualquier museo de León.

Un destacado leonés de verdad fue José Francisco de Isla, más conoció por Padre Isla, quien debería figurar entre los heraldos del neoclasicismo literario español. Sacerdote y jesuita, el Padre Isla fue un literato de buena ley y de ingénita cultura, pero tuvo la mala fortuna de tropezar con la Inquisición, y menos mal que, a diferencia de otros, pudo salvar el gaznate.

Los inquisidores, cuya función consistía en castigar lo que a ellos les pareciese herejía o apostasía, se pasaban de la raya; eran unos señores que seguramente no conocían el postulado de Euclides ni los números primos ni mucho menos la libertad de expresión, pero que investidos de cierta autoridad eclesiástica iban por los pueblos, protegidos por sus gorilas, como Al Capone, espantando a la gente y cometiendo los más abyectos desmanes: tú a la jaula, tú a la picota, tú al paredón. Fray Luis de León (que no era de León sino de Belmonte, en la provincia de Cuenca), el Padre Isla y muchos otros fueron víctimas de aquella Santa Inquisición. Fray Luis por traducir a la lengua del pueblo “El cantar de los cantares”, de Salomón, le costó cuatro años de mazmorra fría, y al Padre Isla le prohibieron su obra más célebre: ‘Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas’, un libro satírico contra la barroca ostentación retórica de los predicadores, más atentos a la forma que al fondo de sus sermones. Y por si fuera poco, en 1766 fue expulsado de España junto a todos sus compañeros de la Compañía de Jesús. Les acusaban de haber promovido el Motín de Esquilache. Lo siento, porque era en tiempos de Carlos III, un rey que me caía bien porque se ganó el epíteto de rey-albañil y sobre todo porque fue el fundador de la real ciudad de San Carlos de la Rápita, una ciudad para mí muy querida en la bahía de los Alfaques y el Delta del Ebro. Ahora bien, la Inquisición no existió sólo en España ni fue exclusiva de la Iglesia Católica, sino que todas las confesiones religiosas de Europa tuvieron su inquisición a cuál más bestia. El caso de Miguel Servet fue un ejemplo sangrante. Y no digamos la noche de San Bartolomé. Pero vale más «no meneallo», como dicen los asturianos.

Cada día miro con interés en ‘La Nueva Crónica’ las noticias de la ciudad, de la provincia y del Reino leonés. Y me encanta pensar que si la Cultural sube a Segunda División tendrá que venir a Tarragona para enfrentarse con el Gimnàstic, si éste no baja de categoría, claro.

Durante el último mes de diciembre asistí como invitado a una fiesta de Navidad en un colegio de Tarragona. Hubo juegos de magia, recital de poesías, concierto de canciones navideñas por una coral filipina, que cantaba en español, en inglés y en tagalo. Y por fin una sesión de villancicos populares cantados por el público, en que no faltaron el ‘Fum fum fum’, ‘los peces que bailan en el río’, ‘la Mare de Déu quan era xiqueta’, ‘El tamborilero’, etc. Al final de la serie, yo me atreví a coger una guitarra que había en el cuarto de vestuario, la afiné un poco y ante el silencio del auditorio anuncié que iba a cantar un villancico asturleonés o bable que de niño había oído cantar a mi padre:

«Duérmete, fiu del alma, duerme queridu,
que tu ma non descansa con ti aflixiu;
duerme sin pena, que al empar de tu cuna
estoy yo en vela…, estoy yo en vela…, etc».

A medio cantar se me saltaron las lágrimas y tuve que retirarme entre los bondadosos aplausos de la sala. (Digamos entre paréntesis que mi padre estudió nueve años para cura hasta que empezaron a gustarle las chicas y colgó los hábitos. Menos mal, porque si termina la carrera yo no estaría aquí ahora escribiendo para ‘La Nueva Crónica’). Mi abuela Bonifacia, astorgana (o asturicense) me contaba que a mi padre en casa le llamaban el ‘curica’. Todavía hoy rueda por alguna carpeta de mis archivos una foto de mi padre de cuando era un mozalbete con su hábito de seminarista.

Y para terminar. En un escrito anterior decía cómo me embobaba mirando al guardia urbano que regulaba el tráfico en la plaza de Santo Domingo. Hoy contaré que había otros empleados municipales encargados de regar las calles de León con la manguera. Los chiquillos del barrio les gritábamos: «¡La manga riega que aquí no llega; si llegaría nos mojaría!» Pero a poco que nos descuidásemos nos alcanzaba con el chorro de agua a toda presión y si era en invierno nos dejaba como carámbanos; y cuando llegábamos a casa en aquel lamentable estado recibíamos, además, una soberana azotaina en las nalgas que a causa del frío parecía que nos flagelasen con cristales. «O tempora! O mores!», como decían los antiguos latinos.
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