22/05/2016
 Actualizado a 12/09/2019
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Imagino ahora los prados de Babia llenos de narcisos, como los de Villamanín, el alto Torío, el alto Curueño, los valles supervivientes de los embalses del Porma y el Esla, los de Sajambre y Valdeón, el de Prioro, en la cabecera del Cea… Los delicados narcisos (capilotes en Riaño, guichandanas en Laciana, liras en otras comarcas) vuelven siempre en primavera a la Montaña leonesa, de la que es imagen, incluso símbolo de su lucha contra su desaparición, en el caso de la de Riaño. Esta semana ha hecho treinta años ya del día en el que los narcisos inundaron de amarillo las calles de la localidad montañesa clamando por su supervivencia.

Los capilotes no pudieron detener el atropello, planificado ya en las alturas políticas y a punto de su ejecución (aquel mismo diciembre se demolieron ya las primeras casas de Riaño para construir los pilares del viaducto que comunicaría las dos orillas del gran embalse, que al invierno siguiente se cerró), pero desde entonces recuerdan a los leoneses, a los damnificados por los pantanos y a los que se benefician de ellos, que la belleza de la montaña es menor por culpa de éstos. Y es que los prados mejores, donde se daban los capilotes más amarillos y más esbeltos, están debajo del agua como la memoria de los antiguos pueblos.

Como últimamente todo está protegido (excepto cuando le interesa algo a la Administración), no se pueden coger más de veinte capilotes por persona y yo me alegro de ello, pues qué lugar mejor para lucir su inmensa belleza que las brañas y vegas de la montaña, en medio del verde intenso de las praderas, bajo el cielo azul de la primavera. Donde nacieron alegran la vista, además, a todos, vecinos y forasteros, sin que nadie se apropie de su belleza como continuamente se hace con otros frutos de la naturaleza, ya sean el viento o el agua, los animales y hasta la tierra misma. Últimamente, en la montaña de León, la profusión de cierres y de alambradas, de prohibiciones y de barreras en los caminos, apenas permiten disfrutar de los paisajes salvo de lejos y vigilados continuamente. Hay zonas en que hay más guardas que vecinos, incluso más que animales y árboles a proteger.

Por eso, la libertad y belleza de los capilotes, su crecimiento espontáneo en mitad del campo, aparte de recordarle a uno los dramáticos sucesos de Riaño, con todos los sinsabores que supusieron a muchas personas, le traen también el recuerdo de una montaña llena de vida, cuando los capilotes se recogían en fajos para adornar las casas y las iglesias y aún quedaban millares engalanando las vegas. Quizá fuera una de éstas, atravesando Babia o en Laciana en su viaje fundacional de la Institución Libre de Enseñanza en el valle minero, la que le hizo exclamar a Giner de los Ríos esa frase descorazonadora y triste que, aplicada a los leoneses en particular, cobra más sentido aún: «¡Ay, si los españoles estuvieran a la altura de su paisaje!».
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