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Lecciones de vida buena

23/07/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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Somos lo que nos ayudan a ser. No valen determinismos genéticos o educacionales. Somos un bloque sin desbastar, en el que la Providencia va tallando nuestra personalidad (no sin nuestras, digamos legítimas por eso de la libertad, resistencias). Con sus luces y sombras: hoy precisamente la Liturgia habla de la cohabitación en uno mismo del trigo y de la cizaña. Importa identificar los medios de que se sirve la Fuerza de lo alto (¡qué trabajo para algunos mentar el nombre de Dios!) para ayudarnos a ser «gente de provecho», en viejo lenguaje familiar. En esta entrega de hoy servidor se atreve a poner nombre propio a dos de esas mediaciones, que son personas que acaban de irse a la otra orilla. Cada una de ellas, a su modo, fueron para uno lecciones de vida buena. Cosa que es de agradecer y así lo hago. Mejorando los presentes y otros muchos ausentes.

Por mayo se fueron. Entonces se apagó la vela, pequeña y tierna, de Humbelina. Así. Con ese nombre no necesita apellidos. Había sido el primer rostro, bien cuidado (la cosmética coqueta también es el espejo del alma), de Cáritas diocesana, con que uno se encontraba tras el aparatoso mostrador de los despachos que esta institución tuvo en la Calle Ancha y en la acogedora mesa de la nueva sede de ahora en el Centro ‘Padre Llorente’. En Cáritas sirvió (no digamos trabajó) desde finales de los años cincuenta y allí tuvo su primera y única dedicación. Era perito mercantil y perteneció al Instituto Secular de las Aliadas. Entre sus sobrinos fue siempre‘la tía’ por excelencia. Para el clero era el prototipo de la amabilidad y la eficacia, y sus compañeros actuales destacan además su capacidad para la escucha y la sensibilidad por las necesidades de los demás, sobre todo si estaban triturados por el traqueteo de la vida. Y entonces se fue también don Sebastián de la Varga, a gozar en el cielo de la gracia y el perdón que administró en la tierra, párroco emérito de Sahagún, a donde llegó desde la capital en uno de esos gestos de reverencia jerárquica que no son fácilmente entendibles con criterios terrenos. Fue el hombre de la jovialidad, de la serenidad, del trabajo sacrificado y discreto, de la espiritualidad a pie de calle aprendida en sus orígenes jesuíticos. De sus virtudes saben los seminaristas, los feligreses, los compañeros.

Gracias a ambos. Por ser esas mediaciones que parecen no serlo, ya que nunca pretendieron dar lecciones de nada. Una aparente pequeñez que sin duda contribuye grandemente a desestabilizar nuestras arrogancias.
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