08/10/2020
 Actualizado a 08/10/2020
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Ya os hablé en alguna ocasión del tío Bartolo, natural y vecino de Vegas del Condado. Hizo la guerra de Cuba y vivió para contarlo. Era un tipo simpático y medio filósofo en una sociedad cerrada que, sobre todo, pasaba mucha hambre. Cierto día, su mujer le inquirió: «Bartolo, todos pescan y tú no». La contestación fue sublime, en su ironía: «Pero, rehostias, ¿cómo quieres que pesque si to tengo artefactos». A los de Vegas, en toda la comarca, nos llamaban, y nos llaman aún hoy, ‘los peceros’, reyes de la pesca con toda suerte de artes furtivas. En aquellos años, por lo oído, pescaba hasta el más inútil del pueblo. Como esta ocurrencia, tenía mil, una para cada día o para cada ocasión. Cierto día, el Obispo de la diócesis vino al pueblo a dar las confirmaciones. En la misa pronunció un sermón en el que atacó a la blasfemia como uno de los peores pecados. La gente que lo escuchó (y sé de lo que hablo porque mi abuelo estaba entre el público y me lo contó) estaba acojonada. Bueno, pues al acabar, el Obispo se dispuso a montar en su coche, un Ford T o un ‘Balilla’, no tengo fijo el dato. Y no arrancó. El buen hombre tenía que ir a Valdealiso, un pueblo en medio del monte, a proseguir con su apostolado ¿Cómo lo haría? El cura del pueblo le propuso ir en un carro que conduciría, por supuesto, el tío Bartolo. Y allá se fueron. Después de andar un trecho, no se sabe si mucho o si poco, y al intentar cruzar un reguero, la mula se negó a seguir. «Arre, arre, mulita bonita. Anda, no nos dejes aquí, preciosa, vamos, camina...». La mula no se movió ni un centímetro. El conductor siguió diciéndole toda suerte de halagos y lindezas, pero nada; ni intención hacía la tía de moverse. El tío Bartolo, ya desesperado, se da media vuelta y le dice al Obispo: «Eminencia, ya ve usted, no se mueve. A lo mejor, si digo alguna cagadita....». «Bueno, hijo – contestó el Obispo–, pero que no sea muy grave». El tío Bartolo, perdonado de su pecado antes de cometerlo, se esmeró: «¡Vamos, hija de la gran puta, tira palante o te inflo a hostias». La mula, sin más, comenzó a trotar y llegaron sin más novedad a Valdealiso, sanos y salvos.

De vivir hoy, el personaje no pararía de decir frases ocurrentes, cáusticas, llenas de intención. El campo está siendo abonado para que los humoristas crezcan como setas y se forren sin tener que escurrir demasiado la sesera. Estamos ante una nueva edad de oro de las revistas de humor, y me extraña que no hayan aparecido ya en el quiosco las nuevas ‘Codorniz’ o ‘El Hermano Lobo’. Es sabido que el humor y los humoristas ‘renacen’ cuando en el poder se ha instalado la autocracia. En este país de nuestros desvelos, aprovechando la puta mierda de la pandemia del coronavirus, el poder se quiere hacer absoluto... y lo está logrando. La gente ha caído en la trampa del poder y le es leal. No se da cuenta de que lo que importa es el país, que lo real es el país, a quien se le debe de guardar lealtad porque es eterno; las instituciones (el poder), son simplemente el vestido del país, y el vestido puede gastarse por el uso, ponerse andrajoso, dejar de ser cómodo, dejar de proteger al cuerpo de la enfermedad y de la muerte. Ser leal a unos andrajos, morir por unos andrajos, es una lealtad antirracional, puramente animal.

Estas últimas frases no son mías; no me da para tanto la cabeza. Las escribió Mark Twain en el siglo XIX. Es cierto que las escribió criticando a la monarquía como institución, pero, estoy seguro, estaría de acuerdo conmigo en lo del abuso de poder por parte de casi todos los gobiernos del mundo; y me da igual del signo que sean. El poder no se fija en esas pequeñeces...; quiere mandar y que nadie le rechiste; quiere que la gente, el pueblo, no tenga la oportunidad de revelarse, importunar, quejarse, manifestarse. Quiere, como los reyes de la edad media a los que se refería Twain, que los pobres sigan siéndolo, que paguen impuestos sin límite, mientras él y los que mandan, toda suerte de pelotas y aduladores, no lo hacen porque están convencidos de que no tienen obligación de hacerlo. El último ejemplo lo tenemos recientísimo: mister Trump ha pagado al fisco americano setecientos cincuenta dólares en los dos últimos años. Por ejemplo, un maestro americano paga, de media, unos siete mil. Aquí, no lo dudéis, seguro que ocurre tres cuartos de lo mismo. El poder y sus cercanías (empresarios, grupos audiovisuales, asesores y paniaguados varios) harán lo imposible para que su declaración de renta les salga a devolver.

Seguirán aprovechando el cisco de la pandemia para seguir recortando nuestros derechos. La última ya la sabéis: León confinado. No se puede entrar y salir de la ciudad. Pero puedes darte un paseo desde Trobajo hasta Puente Castro, tomarte diez cafés, hablar con quién te encuentres por la calle y, también, jurar en arameo, como hizo, en otro tiempo, en otra edad, el pobre Bartolo y no incumplir ninguna norma. ¡Cosa de locos! Salud y anarquía.
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