La luz de los valles

El escritor y fotógrafo Casimiro Martinferre presenta este jueves su último libro en el Museo de la Radio de Ponferrada

N. G. Sabugal
29/06/2017
 Actualizado a 18/09/2019
El pan de cada día. | CASIMIRO MARTINFERRE
El pan de cada día. | CASIMIRO MARTINFERRE

A través de la ventana, la luz se derrama como leche en la cocina de piedra. En su centro, en el suelo, arde un fuego junto a una mujer de ropa oscura. Sobre el fuego se cocina algo, en una olla tan profunda como una noche de invierno. Ya no hay cocinas como la de esa mujer, ni mujeres como las de esa cocina, pero a ésta la podremos recordar siempre gracias al fotógrafo y escritor Casimiro Martinferre.


La imagen, fijada en su habitual blanco y negro, tiene más de tres décadas y es una de las que aparecen en el último libro del bembibrense: ‘Ancares y Burbia. Un viaje al pasado’, publicado por la editorial Calecha y que este jueves se presenta en el Museo de la Radio de Ponferrada, a las 19:00 horas.


Martinferre llegó a Ancares por primera vez en 1977, cuando tenía dieciséis años. Entonces, recuerda, «el asfalto terminaba en Pereda», que era donde daba la vuelta el autobús. Desde allí, una pista pedregosa llevaba a Tejedo y, más allá, Balouta y Suárbol, que en invierno permanecían aislados durante meses. A finales de los setenta, en esos valles vivía más gente que ahora, pero los hijos y los nietos ya se habían ido. Quedaban los abuelos, que labraban la tierra y cuidaban la vecera; que sabían cantares que ya nadie recuerda y los nombres hasta «de la última piedra del monte», asegura Martinferre, «porque si se perdía una vaca, había que saber dónde buscarla».


«Mi primera intención cuando empecé a tomar notas, hace más de treinta años, era que no se olvidara la toponimia de esos lugares, porque lo malo que tenemos la gente es que nos morimos. Y si nadie tenía el interés de preguntarle al abuelo cómo se llamaban los lugares a los que iba, en los que trabajaba, esos nombres se iban a perder», dice Martinferre. «Había un nombre para cada pico, para cada fuente, para cada vallina. Subía el monte con ellos y me los iban diciendo». Algunos de esos nombres, esa toponimia ya casi olvidada de Ancares y Burbia, se recogen en los dos mapas de las cabeceras de estos dos ríos realizados a mano por Martinferre y que acompañan al libro.


Con ellos, vendrían además leyendas y anécdotas, que también Martinferre ha recogido en su libro. Cuentos para los filandones, como el de las minas de oro de Ridicovas, descubiertas por un zahorí que se tuvo que poner a encontrar tesoros porque buscar agua en esos valles no tenía ningún misterio. O historias de mujeres encantadas, de doncellas moras o del mismísimo diablo.


¿Qué queda ahora de todo aquello en Burbia y en Ancares? Poca cosa. «Esa gente mayor ya ha desaparecido y los pueblos están semiabandonados. Alguno restaura la casa del abuelo para ir en verano, pero poco más. Para que esos pueblos volvieran a tener gente haría falta una revolución, la Revolución Neolítica: volver a la ganadería. Ahora allí viven cuatro y de milagro». Entre ellos, el tallador Domingo Gómez Calvo, que tiene su taller en Pereda, un «laberinto de alucinaciones», dice el fotógrafo, porque transforma la madera «en delirios». «Pero se tiene que ir a vender a Barcelona, porque en la zona poco consigue», apunta.


Domingo resiste en Ancares, pero otros habitantes que Martinferre conoció ya sólo existen en la memoria y en las fotografías familiares y las suyas. Como tía Pilar, la última moradora de una palloza: delantal de cuadros, pañuelo en la cabeza, junto a una olla negra y a los humildes cubiertos colgados sobre la mesa.


O Hermenegildo García Rellán, de Burbia, que una vez trepó hasta Os Coladiños y, «al mirar hacia abajo, juró no volverlo a intentar nunca», aunque a sus noventa años se lo estaba pensando; o Clotilde Abella Rellán, también de Burbia, «extraordinaria conocedora de esta geografía» y a la que, estando de pastora, se le presentaron los dolores de parto en el Mostayal.


Ellos son algunos de los habitantes de esos valles de Ancares y Burbia que Martinferre recorrió como montañero, como fotógrafo y escritor hace más de tres décadas. «Aunque no sea demasiado plazo y la geografía esté ahí mismo, a la vuelta de la esquina, hoy recuerdo Ancares como un universo muy lejano», confiesa por escrito al principio del libro. «Con el paso del tiempo», añade, «he comprendido que todas las fantasías que me contaron los lugareños eran ciertas».


A esa geografía de brañas, senderos, cuevas y chozos; de bosques y de ríos ahora le resulta al fotógrafo díficil volver. «Prefiero soñar aquellos primeros montes. El regreso es un fracaso».


Para eso se escriben o, como en este caso, se reescriben libros: para volver a pisar los senderos que ya se han borrado. A través de ellos podemos llegar hasta el Corral de los Lobos en el Valle de la Colada, pasando antes por los molinos harineros de la Reguera Penedra. También intentar descubrir la tumba de un integrantes del maquis que hay en el collado de Riqueixín, bajo un amontonamiento de piedras. Su nombre no se conoce, pero se habla de un comunista libertario de la cuadrilla de César Terrón o de un insurrecto anarquista de la partida del Santeiro. Ya no se sabe.


Siguiendo los pasos de Martinferre se puede ascender al Cuiña o ver la panorámica desde la fuente del Fumeixín, descubriendo, con sus dibujos, cada pico ante nuestra vista. Aunque también se puede ir a esas montañas sólo con las palabras, amanecer con ellas: «Espinareda. Siete treinta de la madrugada. En un universo todavía cuajado de luceros, por oriente ya despunta un claror. La mañana es cruda, una sábana de escarcha cubre la campiña». O rematar el día:«Qué graves posan las cumbres al anochecer, qué frías y solitarias. Transcurre el final de la jornada entre labranzas abandonadas y copudos castaños».

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