19/02/2017
 Actualizado a 17/09/2019
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Entre los 12 y los 16 años estudié en un internado madrileño regentado por frailes capuchinos, orden muy vinculada tradicionalmente a León. Era la única forma que los niños de los pueblos españoles teníamos de estudiar en una época en la que éstos estaban llenos de gente y el país de seminarios dirigidos a captar ‘vocaciones’. Entonces vocación se escribía con b, la de las muchas bocas que las familias tenían que alimentar, la mayoría de ellas sin los suficientes medios.

Que yo sepa, en el Seminario de los Padres Capuchinos de El Pardo, cerca de Madrid, no hubo casos de abusos sexuales como los que de cuando en cuando aparecen en la prensa (últimamente en la de León, referidos a la diócesis de Astorga), pero sí recuerdo el ambiente turbio que entre los paredones de aquel edificio aislado del mundo en lo alto de una colina desde la que se veía Madrid a lo lejos, sobre todo por la noche, envolvía la vida de los internos, niños y adolescentes que aspirábamos a convertirnos un día en frailes como aquéllos que cuidaban de nosotros lejos nuestras familias, a las que apenas veíamos en el verano y en Navidad. Quiero decir que cualquier cosa que nos hubiera podido ocurrir lo habría sido en la impunidad total a la que nuestra indefensión y las circunstancias casi carcelarias en las que vivíamos propiciaba.

Las denuncias de abusos en el Seminario de La Bañeza en los años setenta y ochenta del pasado siglo que son noticia estos días llevan a considerar, al margen de la ignominia y de la vergüenza que para la Iglesia Católica debe de suponer tener que volver a reconocer la presencia en sus filas de delincuentes de la peor calaña que puede haber en un grupo humano: los que abusan sexualmente de niños a su cargo («Es inevitable que haya escándalos, pero ¡ay de aquel que los ocasiona! Más le valdría que le ataran al cuello una piedra de moler y lo precipitaran al mar, antes que escandalizar a uno de estos pequeños», dice el libro sagrado de esa Iglesia), la antinaturalidad de una práctica educativa que, como el celibato obligado de los religiosos, propicia conductas perversas como las que ahora se denuncian en Astorga. Se ponga como se ponga la Iglesia y descontando, por supuesto, que en ésta hay gente de todo tipo como en cualquier grupo humano organizado o no (yo, por ejemplo, para los capuchinos de El Pardo sólo tengo palabras de reconocimiento), un grupo de hombres y adolescentes del mismo sexo conviviendo de día y de noche en un sitio aislado de la sociedad no sólo es algo antinatural sino que constituye un caldo de cultivo para sicopatologías diversas como las que afloran cada poco tiempo en la prensa gracias a la valentía de alguna víctima y a la comprensión del Papa actual, cuyo siguiente paso debería ser el de cerrar todos los internados y seminarios y abrir sus puertas a la sociedad.
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