16/07/2017
 Actualizado a 12/09/2019
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Como cada verano, vuelvo a León buscando el reencuentro con la memoria, que no es más que un paisaje y una serie de lugares y personas que permanecen en ella desde que los conocí y que me acompañan en la lejanía siempre, esté donde esté. Como cada verano, busco en la tierra en la que nací las coordenadas de las que procedo y que me sirven para guiarme en la vida hasta el punto de que podría repetir con Miguel Torga, el escritor portugués, la respuesta que le dio a un periodista que lo visitó en su pueblo natal, en la región norteña de Tras-os-Montes, en la casa familiar a la que regresaba siempre en verano y en Navidades desde Coimbra, donde vivía, y que le preguntó si iba allí a inspirarse. «No –respondió el mayor escritor para mí junto con Pessoa del siglo XX portugués–, vengo a recibir órdenes». «¿De quién?», le preguntó, extrañado, el periodista. «De mis antepasados», le dijo Torga.

Pero en León, que es a donde yo regreso, no es fácil no ya inspirarse o recibir órdenes de los antepasados sino simplemente veranear en paz, pues la memoria cada vez se resiente más con los atentados que su soporte, que es el paisaje, recibe por parte de los nativos, que son los que viven de él y, por lo tanto, los que más deberían cuidarlo. Cada verano vuelvo dispuesto a no amargarme las vacaciones por los destrozos arquitectónicos o paisajísticos que se han cometido mientras yo estoy fuera, pero en cuanto llego aquí ya estoy traicionando mis intenciones ante el descubrimiento de nuevos atentados al paisaje y hasta a la memoria misma. Y no me refiero ahora a los destrozos medioambientales que las grandes obras, que ya no se hacen apenas, produjeron en la provincia leonesa, llámense embalses o minas a cielo abierto, sino a las que los particulares ejecutan por su cuenta y sin control, sin respetar la armonía de la naturaleza ni cumplir con la legislación a veces. Con una idea perversa de la libertad y con la aquiescencia de unos ayuntamientos que en ocasiones son los primeros en incumplir sus propias normas urbanísticas y en destrozar el paisaje con sus actuaciones, cada cual actúa a su antojo construyendo casas de aperos que son viviendas disimuladas en suelo rústico, arrojando escombros de obra donde le peta y tirando basura y enseres viejos al borde de los caminos por los que los veraneantes gustan de pasear. Y que no protesten por ello, que aún se llevarán reproches y acusaciones de forasteros metomentodo por más que sean del pueblo y hayan tenido que emigrar para buscarse la vida lejos. Acostumbrados durante todo el año a hacer y a deshacer a su antojo, los que se quedaron creen a veces que todo es suyo.

Así que ni a recibir órdenes de mis antepasados como dijo Miguel Torga ni a inspirarme como algunos piensan. Desde hace tiempo, cada verano vuelvo al paisaje de mi memoria para entristecerme al ver cómo lo destrozan.
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