25/03/2017
 Actualizado a 15/09/2019
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Hay viernes que puedo permitirme uno de los lujos que más feliz me hacen. Salgo pronto de trabajar, puedo prepararme una comida rica en mi casa, me echo una pequeña siesta y después me siento tranquilamente, café en mano, y escribo. La mayor parte de las veces escribo este espacio y otras simplemente escribo lo que se me ocurre, sólo por el placer de hacerlo. Es lo que los daneses llaman ‘Hygge’. Según la ONU Dinamarca es el país más feliz del mundo porque practican este método donde la felicidad radica en saber apreciar las pequeñas cosas de la vida, o como dicen los expertos, «el secreto de la felicidad reside en crearla». Parece la típica chorrada de libro de autoayuda, pero cuando realmente te paras a pensar en la alegría que te dan ciertas cosas cotidianas te das cuenta de lo que las necesitas. Escuchar música, cantar en la ducha, hacer deporte, oler y vivir con flores, un buen café, una caña en una terraza al sol, la luz natural que entra por la ventana un sábado por la mañana… Cada uno tendrá las suyas, esas pequeñas cosas que le hacen los días más llevaderos. Cuento esto porque seguramente muchas personas se pueden ver identificadas al pensar que su vida no es lo que esperaban. Yo no estaba hecho para esto, o creí que me esperaba algo mejor. Un jefe que te grita por las mañanas, tus niños que no obedecen, un empujón en el autobús… De ahí la importancia de saber qué es lo que a uno le enriquece y le hace estar más feliz en su rutina. Hace poco me explicaron la diferencia entre la exigencia y la excelencia. La exigencia se orienta a obtener resultados para cumplir con eso que se espera de ti y complacer a otras personas (un padre, un maestro, un jefe...), olvidando muchas veces nuestra propia necesidad y lo que es importante para nosotros. El problema de la exigencia es que nunca se sacia, los logros nunca son suficientemente buenos, las cosas siempre pueden hacerse mejor... La excelencia en cambio no mira tanto el hacer y los resultados, sino el ser y nuestro compromiso con nuestros objetivos, con aquello que es prioritario para cada uno. La excelencia se centra en el proceso y en el camino, más que en la meta. Es lo que nos permite conectar con aquello que queremos realmente, lo que nos gusta y lo que nos hace trascender. ¿Quién te impide hacerlo? Nadie.
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